Pretendemos saber y opinar de todo. Es inevitable, en estos tiempos de libre acceso a la información global. El aforismo socrático –Sólo sé que no sé nada — ha perdido vigencia y en su lugar se ha instalado la ignorancia activa. Porque detrás de un sabiondo de pastelería suele haber, indefectiblemente, un ignorante. Yo lo he venido observando de unos años atrás, sobre todo en este peculiar barrio de Salamanca, donde algunos pretendidos doctores en ciencias urbanas no dudan en dictaminar sentencia sobre cualquier acontecimiento, ya sea científico o humanístico, que sirva de vehículo para la exposición de su indiscutible sapiencia. Así, no es de extrañar que cada vez sean más frecuentes expresiones del estilo: «Mi médico de cabecera es un perfecto cazurro. ¡Si sabré yo lo que me pasa!; — No, señor letrado, usted va a hacer lo que yo le voy a decir; — ¡Qué mal ha aterrizado este piloto! ¿Quién le habrá regalado el carnet?; — ¡Qué no, hombre! Que Alonso se ha equivocado. Te dije que tenía que entrar en boxes la vuelta 22…; — Mi hijo suspendió porque el profesor de matemáticas le tiene manía y, además, es un completo ignorante; — Ese tío es un vago que se pasa el día leyendo libros… »  — De esta manera, acaparamos muchos más conocimientos que los licenciados en derecho, medicina o exactas, que los pilotos de aviación o de Fórmula 1, o bien, que los sufridos opositores a notarías. Es una lástima que la humildad que caracteriza la buena asimilación de todo proceso cognoscitivo se vea desplazada en favor de una inexplicable altanería que presupone el conocimiento apriorístico como si, por generación espontánea, brotase desde lo más profundo de la ignorancia.

 En este madrileño barrio de siluetas decadentes, la capacidad analítica para enjuiciar los fenómenos más diversos se ha venido reemplazando por una mera aseveración ideológica encorsetada en los más disparatados fundamentos e incapaz, de motu propio, de ejercer la autocrítica como sano ejercicio de constante renovación conceptual. El anquilosamiento intelectual y la persistencia en los comportamientos más anacrónicamente retrógrados es consecuencia directa de semejantes actitudes irreflexivas. Cualquier taberna, cafetería, quiosco, heladería… Sirve de improvisado púlpito para quién, en la mayoría de los casos y sin previo requerimiento, gusta de adoctrinar a una concurrencia más proclive a las dotes interpretativas del autor que al insustancial contenido de su perorata. Y lo más abyecto es que edifican su estrafalario discurso en base a manidos ripios, tales como: «Porque yo lo sé, porque a mí me lo han dicho, porque de esas cosas yo entiendo… « . A buen seguro, ese frustrado académico ni sepa, ni entienda, ni, mucho menos, alguien de relevantes dotes intelectuales haya osado depositar en su persona tan valiosas informaciones, sabedor por experiencia de los irrefrenables deseos de personal y público lucimiento del consabido iluminado.

 El saber no ocupa lugar, evidentemente, pero la ignorancia lo desborda sin aparente remedio. Si hemos nacido con dos pabellones auditivos y una sola boca es, precisamente, para que aprendamos a escuchar y para que hablemos tan solo lo justo y apropiado. Los excesos verbales acaban por contaminar una sana y necesaria atmósfera de pacífica convivencia.