Una de las situaciones más complicadas con las que se puede enfrentar cualquiera que trabaje tras la barra de un bar es determinar en qué momento a un cliente se le debe negar un servicio alcohólico, toda vez que su estado sea manifiestamente de embriaguez. Esta cuestión, que podría parecer a priori bien fácil, no lo es tanto por la extraña habilidad que tienen algunas personas para enmascarar su borrachera. En ocasiones, la proximidad o cercanía de un cliente habitual que va un poco «pasado» de copas nos otorga una confianza que puede resultar fatal, tanto para la salud del cliente en sí como para la paciencia del sufrido dependiente. Hoy en día, en los mejores locales donde se sirven bebidas espirituosas, los empleados son instruidos para recomendar un consumo moderado del alcohol, pero en los tiempos en los que yo trabajé en el bar de mi padre no existían estas bienintencionadas recomendaciones, basándose el negocio en un pragmatismo filosófico orientado a la manida frase de «Aquí no obligamos a nadie a nada. Cada cual es muy libre de hacer con su cuerpo lo que estime más oportuno». Repito, sólo en los casos de evidente embriaguez, el servicio era negado al cliente y con mayor motivo si su petición requería alcohol. Pero a veces nos engañaban… O nos confiábamos ¡Vaya usted a saber!  Resumo a continuación unas situaciones que me tocaron vivir de cerca.

 — Entró un poco mareado y dando algún que otro tumbo. Serían las seis de la mañana, hora en la que diariamente abríamos el bar para atender a los numerosos trabajadores tanto del supermercado anexo como de la EMT, edificio que estaba situado muy próximo al bar. El tipo aquel era colega de un bar cercano aunque no tenía mucha confianza con él, limitándonos a un desangelado saludo cuando nos cruzábamos por la calle. Debía haber pasado la noche de juerga y aterrizó, en plena alborada, en el bar. Me pidió un café y una copa de ponche con hielo. Le pregunté si se encontraba bien y su respuesta fue: — «Tranquilo, tío, tú tranquilo» –. Le serví la copa, a fin de cuentas, era un colega que se conocía los entresijos de esta clase de negocio. Prescindió del café y fue directo a la copa. Yo estaba de espaldas, preparando una tostada en la plancha a otro cliente, cuando escuché un sonoro golpe parecido al de un saco de patatas que se deposita en el suelo. Al volverme, sólo acerté a ver sus botas camperas enganchadas al reposapiés del taburete. Cayó en redondo y no hubo forma de despertarle. Con la ayuda de un cliente le sacamos a la calle y le apoyamos sobre un coche para que le diera un poco el aire. Nada, no hubo manera. Se escoraba tanto que había que estar sujetándole. Los trabajadores que iban llegando de la EMT se fueron turnando en sostenerle mientras esperábamos a la ambulancia que consecuentemente hubimos de llamar…

 — Ocurrió también una mañana bien temprano. Un chico joven, con el pelo muy rizado, entró al bar con evidentes síntomas de embriaguez. Muy educadamente me dijo si podía prepararle un bocadillo. No presentaba mayor problema y le serví un buen emparedado de queso manchego acompañado, eso sí, por una caña de cerveza. Pensé que le vendría bien que se metiera algo sólido en su estómago… El problema sobrevino cuando el chaval fue incapaz de atizarle un bocado al suculento bocadillo. Si desplazaba la vianda hacia la derecha, su boca se iba hacia la izquierda, y viceversa, dando patéticos mordiscos al aire repetidamente, como consecuencia de la enorme melopea que llevaba encima. Ante las contagiosas sonrisas que provocaba en el resto de la clientela esta insólita actitud tuvo que ser un mozo del supermercado quién, amablemente, se ofreciera para dirigir y coordinar la cabeza del muchacho en dirección al bocadillo y así poder dar cuenta de él. Al final, pareció aprender el hábito y pudo terminar de zampárselo.

 — Era — y lo sigue siendo — un chaval extraordinario, aunque aquella mañana no se encontrara en las mejores condiciones sobrias, que se dijera. Me pidió un tercio de cerveza.  — «No, Leiter, que no estoy borracho.» — Primer y contrastado síntoma de una borrachera, la negación de su evidencia. Fue darle dos tragos cuando alzó la mano y gritó, con reiteración:  — ¡Heil, Hitler!» –, poniéndose a saludar al resto de los clientes en tan dudosa y fascista forma. Se lo recriminé con la tranquilidad que me daba el hecho de conocerle y me suelta el tío:  — «Tú, te callas, maricón de mierda. Vete a tomar por el culo…» –. Para acabar de arreglar tan tragicómica escena, en esos momentos entró en el bar don Genaro, el chatarrero del barrio, hombre de vistosa raza gitana. El borracho se le quedó mirando y le dijo:  — «En esta casa no se permite la entrada a judíos, negros y gitanos…» –. Agarré por el cuello al borracho y le dije que dejara de importunar a la clientela de una santa vez. El beodo, un tanto asustado y sorprendido por mi violenta actitud, me dice que no me altere tanto y añade:  — «Además, yo a este hombre no le estoy molestando…» –. Y don Genaro, muy malhumorado, le respondió:  — «¡Poz zíi, meztáuzté moleztaando, paaayo!» –. Y se volvieron a liar entre ellos, con veladas amenazas que aludían a bates de béisbol y navajas de cinco muelles… Lo dejé por imposible y el tiempo acabó por calmar a ambos, justo cuando ya nadie les hacía caso. A los dos días me encontré con el borracho por la calle. Le paré y me dispuse a soltarle toda una perorata acerca de su incalificable actitud de días pasados en el bar. El tío va, me abraza y me suelta: — «Joder, Leiter. ¡Vaya pedo que me cogí el otro día! ¡Me lo pasé de puta madre en el bar de tu viejo! Por cierto, dale recuerdos, que hace unos días que no le veo… ¿Está bien, no?» —

— Uno de los casos más estrambóticos fue el ocurrido esa tarde con aquel bohemio pintor japonés, de largas barbas y menuda estatura, que se dedicaba a vender cuadros de forma ambulante. Era todo un personaje aquel tipo e incluso fue protagonista de algún reportaje de televisión. Llegó en horas de sobremesa y extrañamente se pidió un vodka solo en copa, algo completamente inhabitual en él. Desplegó sus cuadros sobre una mesa y esperó a ver si algún cliente se decidía a comprar alguno. Era un ser muy simpático que apenas chapurreaba español pero que tenía la suficiente empatía como para relacionarse con todo el mundo. Aquella tarde, dos jóvenes parecieron interesarse por uno de sus cuadros aunque finalmente no se llegó a formalizar el trato. De todas formas, le pagaron otra copa de vodka. Y luego otra más, con lo que el japonés se fue animando y los clientes se lo empezaron a pasar en grande con sus peculiares excentricidades. Ya llevaría cuatro copas de vodka en el cuerpo cuando otro cliente, a la hora de pagar, me dijo:  — «Ande, cóbrese otra copa para el chinito ese, que es muy gracioso el jodío» –. Total, que el japonés se fue cargando y de buenas a primeras agarró un cuchillo que estaba encima de un plato y se puso a interpretar una danza en medio de local, ante el deleite de los sorprendidos espectadores. Dibujaba como filigranas en el aire con el cuchillo y en un momento dado, emitiendo unas irreproducibles frases en lo que debiera ser su lengua materna, adoptó una postura de difícil equilibrio con tan mala fortuna que el vodka acumulado le hizo trastabillar y el trompazo fue imponente, cayendo encima de una mesa y desenmarcando uno de sus cuadros. Al pobre le tuvimos que meter en el reservado y darle unas cuantas friegas con los ungüentos que teníamos en el botiquín. Se encontraba ya muy mareado pero el muy cabrito, en castellano cervantino, no paraba de murmurar:  — «Más copita vodka, más copita vodka…» –.

 — Pero quizás lo más rocambolesco que me ha ocurrido no transcurrió precisamente en el bar de mi padre sino que aconteció en un local situado por la zona donde antes vivíamos. Por allí había un bar modesto, sin pretensiones, que estaba regentado por un matrimonio de unos años mayores en edad que un servidor. Nunca me resultaron especialmente agradables, ni mucho menos simpáticos, por lo que mis visitas a su local eran puramente testimoniales, más bien para cumplir. De todas formas, siempre había observado que al mantener alguna conversación pasajera con la mujer del dueño, muy interesada en aspectos íntimos de mi vida, ésta manipulaba repetidamente sendas botellas de anís y brandy y, mientras conversaba, le daba varios sorbos a un vaso opaco que recibía la mezcla. Luego, se introducía en la zona de cocina, donde estaba su esposo, y desde allí yo la escuchaba llorar a moco tendido, lamentándose de una presumible mala fortuna existencial. El marido, con dulces palabras, trataba de consolarla. En fin, ya se sabe que en ocasiones el alcohol desata las emociones más sinceras e íntimas, por lo que pensé que quizás no atravesara por un buen momento personal y esa mezcla que se metía para el cuerpo le habría provocado un irremediable e inducido llanto, como a todos nos ha podido ocurrir en alguna ocasión. Una noche, coincidimos Celia y yo con ellos en el karaoke de la zona. En un plis-plás, aquella señora dio buena cuenta tanto de su cubata como del de su marido. Celia me obligó a interpretar en el escenario «Latino» de Francisco y «La bien pagá» en versión de Miguel de Molina, en una actuación que fue bien acogida por el público asistente, si bien con alguna que otra maliciosa sonrisilla. Observé como la mujer del dueño del bar, pareja que no se separó de nosotros en toda la noche, me gritaba «¡Guapo, guapo!» mientras me aplaudía, evidenciando una gran borrachera por reafirmar tan dudosa aseveración. A la salida, nos estábamos despidiendo Celia y yo del matrimonio cuando va la buena señora, se pone a acariciarme la barba y me dice, con resbaladizas consonantes:  — «Oye, que nosotros os queremos mucho… Ay, mira que barbita más linda… y ¡Qué ojos tiene este hombre!» –. Si no llego a menear la cabeza a tiempo me planta el beso en los morros, ante la insólita mirada de Celia, quién no daba crédito a lo que estaba viendo. A todo esto, el marido miraba la escena como si el asunto no fuera con él. Ya estando luego solos, Celia me hizo la siguiente observación:  — «Jo, anda que no iba la tía borracha ni nada. ¡Mira que decir que tú eres guapo!» —