* Óleo sobre lienzo
* 211 x 145 Cms
* Realizado hacia 1639
* Ubicado en el Museo del Prado
Uno de los muchos convencionalismos de la historiografía del arte es aquel que considera a Claudio de Lorena y a Poussin como pintores paralelos y máximos referentes del clasicismo francés. Ciertamente, parece documentado que ambos pintores mantuvieron estrechos contactos en Roma, en donde se reunían con frecuencia para tomar apuntes y conversar. Estas relaciones se evidencian, tanto en el interés mostrado de Poussin por el paisaje a su regreso a París como por la constante preocupación del lorenés por la simetría y el ritmo contenido, aspectos esenciales del estilo de Poussin. Sin embargo, pese a resultar del todo ciertas estas relaciones y contactos entre los dos pintores, sus respectivos contrastes son mucho más significativos. Lorena bebe primeramente de las fuentes del Manierismo, en especial de Tassi y de Paul Bril, con paisajes tan elaborados como artificiales en los que la graduación del color y los elementos de la naturaleza responden a fórmulas preestablecidas. Posteriormente, Lorena prestó atención al alemán Elsheimer, en cuyos paisajes descubrió las posibilidades de la luz como elemento unificador y hasta poético. Desde ese instante, el artista lorenés se centró en los efectos lumínicos típicos de amanecer, mediodía o atardecer — desligándose ya de la obsesiva experimentación de Elsheimer — que constituyen el denominador común de toda su obra.
A diferencia de Poussin, en Lorena no existe una iconografía previa sobre la que debe idearse el cuadro, sino que el único contenido que le preocupa es el paisaje, ya sea en la campiña romana o en los puertos de Génova, Roma y Nápoles. Esto supone una importante renovación temática, pues la panorámica de los alrededores de Roma sólo había interesado hasta entonces a los dibujantes de ruinas con sentido eminentemente arqueológico, mientras que las visiones portuarias se centraban en los aspectos pintorescos de embarcaciones y gentes que pululaban apretadas en cuadros carentes de profundidad. Resulta claro que Lorena no poseía la cultura clásica de Poussin y por ello su visión de la Antigüedad diferirá de manera radical. Frente al deseo de ensalzar las virtudes y el esplendor del Imperio por parte de Poussin, a Lorena le interesa el ambiente bucólico de unas ruinas esparcidas por campos y puertos y que expresan la nostalgia de una grandeza pasada y perdida.
Pero la principal característica y la de mayor originalidad en la obra de Claudio de Lorena es la importancia que concede a la luz, determinante en el tratamiento del color, del espacio y de la composición por entero. Particularmente en sus vistas de puertos de mar, como la obra que hoy comentamos, manifestó su preferencia por hacer a la luz protagonista. Buscando los efectos del sol tiende a fijar una ancha línea de horizonte, abriendo luego un canal central de agua hasta el primer término que aparecerá flanqueado en distinta proporción por arquitecturas palaciegas y por grandes veleros y barcos más simples. El resultado es unitario y sereno, sin buscar efectos aislados ni dramáticos. La luz unifica la visión de la naturaleza pero sin anular su vitalidad ni su desarrollo. Lorena concibe una pintura en la que la fijeza del cromatismo y de las formas es transitoria, y ello es porque los distintos elementos (Luz que sigue el ritmo solar; agua en movimiento; e inestabilidad de unos edificios ruinosos) parecen a punto de cambiar. Pero además, Lorena no se estancó en esta prototípica concepción pictórica, sino que supo evolucionar hacia posturas más extremas dentro de su lenguaje. En las obras de los últimos años se advierten mayores atrevimientos compositivos y cromáticos sin perder por ello el ritmo de su visión equilibrada y armónica de la naturaleza.
Embarco en Ostia de Santa Paula Romana pertenece a una época de su producción en la que los paisajes van a ir adquiriendo mayor amplitud y lejanía, aún sin prescindir del todo de la influencia de los maestros nórdicos. Pero este extraordinario lienzo ya preludia la monumentalidad y la maestría en la elaboración de la perspectiva que caracterizará a sus cuadros a partir de la década de los años cuarenta del siglo XVII. Dos años después de efectuada la primera entrega de pinturas con destino al palacio del Buen Retiro de Madrid, en 1639 Claudio de Lorena completaba el conjunto con lienzos relativos al Antiguo Testamento y a narraciones de la vida de algunos santos, como en este episodio alusivo al embarco de Santa Paula hacia Tierra Santa desde el puerto de Ostia, uno de los emplazamientos favoritos de Lorena para sus temas marinos. En este cuadro la disposición de las construcciones es del todo imaginaria, como revela el hecho de que junto a elementos clásicos aparecen otros tomados de la arquitectura francesa. A la grandiosidad teatral del escenario se añade el bello efecto de la tenue iluminación que produce maravillosas tonalidades en las aguas del mar. Resultan admirables y sorprendentes los reflejos anacarados sobre las aguas y las brumas en los cielos. Lorena crea un espacio profundo de perspectiva hacia el infinito con los cambios de color que produce el haz de rayos del sol captado al ocaso, al extenderse sobre la superficie de las aguas, al resbalar sobre muros y columnatas o al destacar las figuras a contraluz. La pintura gana muchísimos enteros en su contemplación directa — ni punto de comparación con cualquiera de las mejores ilustraciones — siempre y cuando las autoridades encargadas de regir las directrices del Museo del Prado no se empecinen en seguir guardando este tesoro de Claudio de Lorena en los depósitos de la pinacoteca, como así ha ocurrido de forma tan injustificada como lamentable hasta tiempos relativamente recientes.
He ido a buscar las otras dos pinturas que has puesto de Claudio de Lorena -un pintor magnífico para mi gusto- por disfrutar de un tema que comentas y que me fascina: su tratamiento de la luz, ciertamente original, que consigue hacer mucho más tridimensional la pintura.
Excelente entrada, Leiter.
Besos