Le llamaban Castellanito por su tremenda afición y fidelidad a una conocida marca de anisados. Durante muchos años fue el quiosquero más famoso del barrio gracias a sus excentricidades, provocadas de buen grado, por la excesiva ingesta del ya mencionado licor. Castellanito tenía un problema: Servía diariamente la prensa en casi todos los bares de alrededor y, fiel a su noble espíritu, en cada uno de ellos daba cuenta de una buena copa del transparente y dulzón líquido. De esta forma, el pobre Castellanito se encontraba ya bastante atufado cuando, a eso del mediodía, dejaba a un suplente en el quiosco y salía otra vez de ronda para pasar a los tercios de refrescante cerveza. Y como resultaba que Castellanito, pese a sus preocupantes dependencias, era una magnífica y sensible persona, dispuesto a ofrecer su desinteresada ayuda a todo aquel que lo solicitase, a veces era víctima de los malos hábitos de cierta gente que se aprovechaba de su ingenuidad. Así, uno que decía ser su amigo, se ofrecía diariamente para echarle una mano en las labores de venta del quiosco. Y, por lo que se vio, no le tembló el pulso para echarle mano también a la caja. Sorprendido por los extraños desajustes contables que no se correspondían con la venta diaria y alertado también por algún anónimo que de buena fe contemplaba semejante atropello, Castellanito descubrió el pastel mediante un pequeño anzuelo que el otro no tardó en morder en su compulsivo afán de apropiarse de lo ajeno. Castellanito estimó que la broma le había salido por unos cincuenta mil duros de la época, cantidad nada desdeñable. Pero ni denunció ni amenazó a tan falso amigo. Incluso le disculpaba: — «Si no es mal chico, lo que pasa es que…» –. Así era de buenazo Castellanito. Pero la diaria rutina, sin ninguna jornada de decanso, que conllevaba la dura tarea del quiosco empezó a hastiar a un Castellanito que poco a poco se iba agobiando y cayendo en un estado de crisis existencial, amplificado por los vapores etílicos que, lejos de aminorarse, se incrementaban de forma directa y consecuentemente proporcional a su progresiva depresión vital. Quería dejar el quiosco y buscarse un trabajo menos sacrificado. En muchas ocasiones comentaba que él era, en realidad, electricista y, gracias a la ayuda que le dispensaron sus hijos en el quiosco, empezó a acometer alguna que otra chapucilla por las tardes, con el objeto de labrarse una merecida reputación en el barrio e iniciar una nueva trayectoria laboral más amena. Todo parecía funcionar según lo previsto hasta que una tarde dejó sin luz a medio barrio y si no llega a ser por la intervención de Andrés «el chispa», el electricista oficioso de la barriada, aquello hubiera acabado como el rosario de la Aurora.
Fue entonces cuando a Castellanito, cada día más sumido en su propia introspección, le dió por estudiar los comportamientos más insólitos del género humano. Y para ello no dudó en tirar de ciencia empírica, experimentando en su propia persona las distintas categorías conductivas. Así, entraba en los bares dando tumbos, simulando estar borracho. El problema surgía cuando, bien entrada la mañana y como consecuencia de los excesos alcohólicos, Castellanito se encontraba ya un tanto mamado y la gente no sabía discernir bien si la presunta borrachera era producto de una magistal interpretación dramática o bien era una penosa realidad. Se inclinaban mayoritariamente por esta segunda opción. En otras ocasiones, Castellanito se empeñaba en sostener verdaderos ejercicios de retórica y dialéctica con conocidos personajes del barrio cuyo denominador común era, precisamente, la falta de luces, con lo que las conversaciones desembocaban en un auténtico diálogo entre besugos. Y, claro, como no podía ser de otra manera, los clientes de los bares pensaban que Castellanito, de tanto pimplar, se había adherido definitivamente a tan patético subgrupo de perturbados. Pero lo peor sobrevino cuando decidió imitar a los numerosos mendigos que pululaban por los alrededores de la Iglesia de los Dominicos y fue visto y observado por numerosos conocidos que, ignorantes de los arrebatos interpretativos de Castellanito, dedujeron que el pobre quiosquero había degenerado en ídem. Como ya se sabe que a perro flaco son todo pulgas, los comentarios y chismorreos no tardaron en extenderse entre el vecindario y, como suele ser habitual en el madrileño barrio de Salamanca, de los hechos puntuales se pasó a las maliciosas exageraciones; todo aquello repercutió negativamente en el negocio y Castellanito pudo constatar como las ventas iban cayendo paulatinamente en picado, lo que le hundió más en su arraigada depresión. Esto, a su vez, provocó que comenzara a descuidar su aspecto personal, lo que se tradujo en una nueva oleada de rumores infundados. Para colmo de males, los comentarios acerca de los estrepitosos comportamientos de Castellanito llegaron a oídos de su entorno más íntimo y, desde entonces, el bueno del quiosquero vagaba más bien sin rumbo y tristemente solitario.
Quizás fuese para mitigar en lo posible esa dolorosa soledad, pero el asunto fue que Castellanito adoptó a un perrillo como compañero fiel de sus andanzas y desventuras. En casi todos los bares del barrio se le autorizó a permanecer con el perro, a sabiendas de que no presentaba mayores problemas que alguna aislada y puntual queja. El conflicto empezó a gestarse cuando Castellanito descubrió que el perro se zampaba todos los aperitivos de los tercios cerveceros y, como este hombre tenía un corazón tan bondadoso, comenzó a pedir raciones mixtas de jamón y queso exclusivamente para su perro, que si bien el can devoraba con envidiable apetito, desataba la reprobación general y unánime de una clientela que no entendía de privilegios zoológicos y, mucho menos, en un local de público servicio. Pero Castellanito, lejos de amilanarse ante tal afrenta, se enrocó aún más en sus tesis libertarias de canina restauración y una tarde solicitó una ración de chuletas de cordero para el ilusionado y babeante animalillo. El tema se salió de cauce y con todo el dolor de nuestro corazón nos vimos obligados a denegar dicha petición, para visible enfado de Castellanito y desventura del desdichado perrillo que se las prometía muy felices ante semejante y opíparo banquete. Poco a poco, con paciencia y algún que otro disgusto, Castellanito se fue desligando del quiosco, que pasó a ser gestionado por sus hijos. Se colocó como guardia de seguridad y, al menos, pudo ver cumplido su sueño de tener un trabajo con sueldo fijo, pagas, vacaciones y días de libranza. Hace tiempo que no sé nada de Castellanito. Si en alguna ocasión me lo encuentro, me gustaría preguntarle sobre el destino de aquel perrillo tan glotón.