Sin ningún tipo de duda, Marian, la funcionaria de Correos, ha acabado por conquistarnos tanto a Celia como a mí. Su espontánea naturalidad, su contagioso optimismo y su pícara sonrisa cómplice han desatado mi platónico enamoramiento conceptual de ella. Pero resulta que, además, Marian es un ser infinitamente bondadoso, una bellísima persona, siendo esta noble virtud el principal motivo de mi afecto y admiración hacia ella. Por desgracia, no sobran en el mundo personas con estas cualidades como para ir perdiendo a las que uno ya conoce. Es por ello mi voluntad de conservar para siempre la amistad que me une a Marian, que en caso de extraviarse nunca me lo habría de perdonar a mí mismo. A gente como Marian deseo tenerla siempre a mi lado: Aprendo a mejorar mi conducta y me ayudan a elevar el ánimo si éste no se encuentra en sus mejores condiciones. Marian y yo nos hemos hecho muy buenos amigos gracias, en parte, a que la finca donde se halla mi domicilio coincide con su final de ruta. Como todos los días Marian me trae algún que otro certificado — y alguna multa — ya sea para mí o para Celia, aprovecha la confianza que mutuamente nos hemos otorgado y se sienta en el escritorio de mi salón para comprobar que todo el reparto se ha realizado satisfactoriamente y, lo más importante, verificar cada entrega certificada. Esta tarea la suele llevar un cuarto de hora, más o menos, y aprovecho para invitarla a una Coca Cola o a un café.. Aunque, desde que Marian se enteró de que mi compañera Celia es aficionada también a las cartas — pero en este caso a las del Tarot — alguna que otra vez se han entretenido en estos menesteres ellas dos ante mi declarado escepticismo. Al parecer, según me ha declarado Marian, las cartas pronostican emocionantes acontecimientos. En fin, allá ellas, que creen ciegamente en esas historias.

 El otro día Marian se presentó en mi domicilio con unas cartas certificadas y en compañía de un chico joven que rondaría la mediana veintena de años.  — «Ah, este es un compañero que han contratado y se va a venir unos días conmigo para que vaya aprendiendo.» —. Observé que el chico me saludó muy cordialmente, con alguna ligera tartamudez, al tiempo que miraba con detenimiento todo el mobiliario del salón.  — «¿Tienes novia?» — Me preguntó.  — «Digamos que vivo en pecado» — Le contesté, para a continuación volverme a preguntar:  — «No entiendo. ¿Eso qué es?» –. Marian, que estaba ocupada con la revisión final de los certificados, dijo:  — «Oye, no molestes a Leiter y no seas tan curioso. Ven aquí, que quiero explicarte cómo se hace el balance» –. Pronto caí en la cuenta de que aquel chico presentaba un más que evidente retraso. Me pareció extraño como la empresa no había tenido ese factor en cuenta para un trabajo que requiere de buenas dotes de eficiencia y dinamismo, por lo que supuse que formaría parte de algún plan de reinserción laboral para personas que padecen algún síndrome y su destino tal vez fuese acorde con sus posibilidades, quizá en alguna oficina clasificando el correo. Marian me lo explicó todo al día siguiente:  — «Qué va, Leiter. Viene un día sí y un día no conmigo para aprender. Le asignarán una ruta como la mía y… ¡A repartir!  El chico no está para eso pero, en la empresa, o no quieren darse cuenta o no lo saben. Tú llegas, cursas la instancia y si hay suerte te llaman para eventuales, pero no se fijan en quién o cómo eres.» — A los dos días volvieron ambos, Marian y aquel mozo, a mi domicilio. El chico volvió a saludarme con efusividad.  — «Hola, hola…¿Te llamas Jesús, no?» — Me preguntó atolondradamente.  — «No. ¿Cómo es posible que ya no te acuerdes de mi nombre, con lo sencillo que es? Me llamo Leiter.» — Contesté.  — » Ah, esto sí, Jesús… No, no, quiero decir Leiter. Oye, ¡Vaya cuadro más bonito que tienes ahí! ¿Lo has pintado tú?» –. Marian, al fondo, empezó a sonreír, meneando la cabeza a ambos lados.  — «No, yo no sé pintar… » — Le dije. De pronto, se empezó a frotar la barriga y me dijo:  — «Jesús, Jesús… No, Esto… ¡Leiter! Me estoy haciendo caca. ¿Dónde tienes el cuarto de baño?» —. Marian, que estaba enfrascada en su contabilidad, se sobresaltó:  — «Oye, oye… ¿No se te ocurrirá usar el baño de Leiter? ¡Qué estamos en su casa, chaval!» –. Vi que Marian se acaloraba, haciendo gestos de «no me lo puedo creer» e intenté calmar la situación.  — «Déjale, Marian, que el chico se está cagando. Peor será que se lo haga aquí, encima del parquet…» –. Mientras que el chaval se aliviaba, acto que le llevó más de media hora, Marian me comentó que acababa de hacer lo mismo en un bar. Totalmente perplejo, volví a comentarle a Marian:  — «De verdad. Este chico no está bien. No puede salir solo por ahí repartiendo el correo. Me parecen estupendas todas las iniciativas en pos de la incorporación laboral de la gente con problemas, pero para repartir cartas no está preparado este chaval.» —. Marian me dedicó una de sus inigualables y hermosas sonrisas.  — «Que sí, Leiter, que llevas razón, pero que los que se tienen que enterar no se enteran… » –. Por la noche, al ver que Marian activaba su cuenta de Messenger, pinché su icono, como solemos hacer en ocasiones. Tras un intercambio de iniciales frases, me escribió:  — «Te dejo, Leiter. Me voy a dormir. Este chico me está agotando. Me tiene deprimida. Hoy le ha dado por decirme que si las chicas le miran será por algo. Y que quiere volver a un domicilio donde entregamos un certificado para pedirle a la chica que lo recogió que si quiere ser su amiga…» –. Pude comprobar como a Marian se le reflejaban preocupantes síntomas de cansancio en su rostro a medida que pasaban los días. Pese a todo, nunca me escondió su sonrisa.  — «Encima, todas las mañanas, cuando acabamos de desayunar en el bar, me dice: ¿Pagas tú o pago yo?  Y, claro, pago yo» –-. Decididamente, Marian estaba demostrando tener una más que santa paciencia.

 Aquella mañana sonó el timbre de mi domicilio y noté un gran alboroto por detrás de la puerta. Allí estaban Marian y aquel inocente muchacho:  — «Leiter, perdona que te moleste. Hoy no traigo ningún certificado para ti pero, aquí el mozo, quiere despedirse de ti. Le he dicho que no tiene que despedirse de nadie y …» –-. Noté que Marian estaba muy alterada y les ordené que pasaran. Pese a las iniciales reticencias, Marian se puso en el escritorio con su labor comprobante de certificados y el chico a poco rompe a llorar. — «Pero ¿Qué te pasa?» — Le pregunté.  — «Nada, que Marian está muy enfadada conmigo y ya no quiere que le acompañe… ¡Jo, Marian! ¿Por qué te enfadas?» –. Marian, al borde de un ataque de nervios, contestó:  — «Que no estoy enfadada, que mañana ya te toca salir solo en tu ruta. Y ya te he dicho todo lo que tienes que hacer y lo que no. No se puede intentar ligar con todas las chicas que te sonrían cuando te firmen la recepción del certificado y, ni mucho menos, pedirles el teléfono… » — Yo estaba alucinando.  — «Además» — Prosiguió Marian —  «No puedes estar diciéndole a los porteros de las fincas si te han echado de menos por no haberte visto el día anterior. De verdad, chaval, ni mis hijas me dan tanta guerra como tú» –. El joven, pálido, acertó a decir con la voz temblorosa:  — «No me digas esas cosas, Marian, que me dan ganas de llorar» –. Y Marian, con una expresión a mitad de camino entre la locura y la desesperación, contestó:  — «Pero si ya te has puesto a llorar en la calle esta mañana cuando te he pedido que no le dijeras nada a esa chica que creías que te miraba… ¡Ay, Dios mío, me va a dar algo!» –. Decidí intervenir y me fui a la cocina a por dos Coca Colas, a ver si de esta manera se tranquilizaban.  — «Ah, sí, una Coca Cola. Pero, ¿Me invitas, no? ¿No te la tengo que pagar?» —. Me preguntó el mozo al mismo tiempo que Marian apoyaba su cabeza directamente sobre la mesa y se tiraba de los pelos. Las cosas parecieron calmarse, pero el chico se arrancó de nuevo:  — «Oye, Jesús…Esto no… ¡Leiter! Leiter… No conozco a tu mujer ¿Es guapa? A lo mejor tiene ganas de conocerme» —. Me senté en el sofá, un tanto derrotado y apoyé la cabeza sobre mi mano izquierda. El chaval prosiguió su sermón como si nada.  — «Me gustan mucho tus cuadros, Jesús… No, no, Leiter, quiero decir. ¡Jo, siempre me confundo! ¡Andá! ¿Sabes tocar el piano?» –. Marian miró hacia el cielo, sonriendo y negando con la cabeza. Llegó el momento de la despedida y aquel chaval me dio hasta nueve veces la mano, preguntándome si no le iba a echar de menos mañana… Cuando Marian y el chico se marcharon, estuve diez minutos en total y absoluto fuera de juego.

 Esa noche fue Marian quién me pinchó en el Messenger:  — «¿Sabes qué, Leiter?» El chico me ha dicho que le de tu número de teléfono…» –. Después Marian me escribió frases donde se leía que su estado de ánimo estaba más tranquilo y relajado que antaño.  — «Hoy empiezan mis vacaciones psicológicas» — Me escribió.  — «Vaya días que me ha dado el amigo» –. Al día siguiente, al traerme los certificados y alguna carta suelta, Marian me confesó:  — «¡Qué tranquilidad, Dios mío!» — Pero añadió:  — «Ahora mismo voy a llamar al pollo ese, a ver cómo le va… » –. Eres un encanto, Marian.