bucarest

 Según me había informado Drazen, las dos principales ciudades yugoslavas, Zagreb y Belgrado, no estaba comunicadas a nivel ferroviario con una imaginada y virtual línea recta, sino que desde ambas capitales los principales trayectos en tren tomaban la dirección sur rumbo a Sarajevo, punto neurálgico de comunicaciones de aquella Yugoslavia, y desde allí se enlazaba de nuevo, atravesando buena parte de los Balcanes, con las dos urbes más importantes, en una especie de triángulo isósceles invertido. Así, un trayecto que no debiera emplear más de unas cinco o seis horas, ampliaba su duración hasta las doce o incluso trece insoportables y sufridas horas. Y ese tiempo fue el que nuevamente hube de aguantar estoicamente de pie a bordo del tren rumbo a Belgrado, tan abarrotado como el que me trajo y con la incertidumbre de saber si en Sarajevo habría de duplicar su aforo. Así fue, desgraciadamente. Por lo menos, durante este penoso trayecto, estuve más distraído por conocer a unos jóvenes yugoslavos que, advirtiendo mi condición española, no pararon de hacerme preguntas (En una rudimentaria mezcla de italiano e inglés) acerca de distintos aspectos de la vida social española. Lo más sorprendente fue que esos muchachos estaban afiliados a la liga comunista yugoslava y tenían conocimientos nada desdeñables sobre personajes como Santiago Carrillo o La Pasionaria… Afortunadamente, en el espacio situado entre dos vagones, pudimos sentarnos y charlar amigablemente sobre las cuestiones referidas. Al final, y ante mi sorpresa y la de muchos de los viajeros, se pusieron a cantar sin ningún tipo de rubor La Internacional, siendo la primera y única ocasión donde he tenido la oportunidad de escuchar este histórico y musicalmente bello himno en serbo-croata. Los últimos compases fueron también tarareados por mí (En español, claro) puño en alto y eso motivó que me rogaran que les cantase la versión en español, asunto que me provocó la mayor de las vergüenzas posibles, no por el contenido de la canción, ni mucho menos, sino por mis escasas cualidades líricas de barítono. Además, no era cuestión de negarse ante sus reiteradas peticiones, sobre todo cuando ya habían — habíamos — vaciado una botella de Rakija, un fortísimo aguardiente de aquellas tierras. En estas condiciones de amistad y franca camaradería llegamos por fin a Belgrado a eso de las cinco de la mañana. A pesar de jurarles de que les iba a llamar atendiendo a su cortés proposición de hacer de cicerones en la capital yugoslava, opté por descartarlo y nunca más supe de aquella simpática pandilla. Afortunadamente, el albergue que había reservado para mi estancia en Belgrado se ubicaba junto a la estación, por lo que me dio tiempo para, una vez depositados allí mis enseres, tomar una gratificante ducha e incluso dormir un par de horas que me sentaron divinamente (Y ayudaron a evaporar los excesos de la Rakija). A eso de las nueve de la mañana, tras desayunar en el albergue, salí a pasear por las calles de Belgrado, una ciudad que me defraudó un poco, sobre todo porque fue enteramente reconstruida tras las Segunda Guerra Mundial y su aspecto era un tanto frío visualmente, con multitud de edificaciones cimentadas bajo los parámetros de la más pura arquitectura popular y funcional de los países del este. Contra lo que me había advertido Drazen, sus habitantes, por lo general, me parecieron educados a más no poder, siempre atentos a mis requerimientos callejeros para preguntar por tal calle o monumento. Observé, además, que en aquella ciudad se vivía la práctica del juego del ajedrez con verdadera pasión, no habiendo esquina donde no se encontraran dos jubilados en plena partida, algunas de ellas, sobre todo en un parque, seguidas con enorme interés por un grupo numeroso de personas también de edad avanzada. En ningún momento me dio la impresión de que se estuviesen apostando dinero, y así me lo indicó un lugareño en perfecto español (Había combatido en la Guerra Civil Española dentro de las llamadas Brigadas Internacionales) con el que luego me tomé unos excelentes vinos en una curiosa taberna a la que me llevó. Aquel hombre mayor, del que por desgracia ya no recuerdo su nombre, mostró verdadero interés por España, un país del que se declaraba enamorado y con la ilusión de regresar algún día de visita turística. Me llegó a sorprender cuando empezó a entonar canciones españolas del frente republicano, haciendo todo un alarde de memoria. Posiblemente ese fue uno de los momentos más entrañables de mi periplo. A pesar de que le dejé mi dirección y teléfono de Madrid, nunca supe más de él. Quizás esos recuerdos de España que me brindó aquel entrañable anciano precipitaron mi primer bajón anímico de aquella gira y me vi envuelto en una extraña sensación de melancolía que mi hizo añorar un tanto mi país de origen y que, afortunadamente, se disipó tan fugazmente como vino.

 Para acometer la siguiente etapa del viaje, Rumanía, tuve que trasladarme hasta otra estación ferroviaria, la conocida como Dunav, que era el lugar de donde salían los trenes con destino a aquel país. Sorpresivamente, y en comparación con las más recientes experiencias, no había apenas pasajeros esperando la partida del tren que allí estaba estacionado. El convoy, que debía ser rumano a tenor con las indicaciones que aparecían grabadas en su interior, parecía mucho más moderno que los hasta ahora probados en Yugoslavia y carecía de esos compartimentos express que estaban resultándome del todo incómodos. A la hora de partir, ya de noche, sólo pude contemplar a dos personas en el interior del espacioso vagón y durante el trayecto hasta la frontera rumana no efectuó ninguna parada. Ya en la aduana, la demora se me hizo muy pesada desde el momento en que un oficial de fronteras rumano estuvo casi veinte minutos leyendo y tomando notas en mi visado. Aproveché para formalizar el obligado cambio de divisas correspondiente a cuatro días para así poder despreocuparme de tan molesta empresa. (Ya anticipo que me dieron 6 lei por dólar, cuando en pleno centro de Bucarest y de forma clandestina, me llegaron a ofrecer hasta 35 lei por dólar). Cuando por fin el tren volvió a rodar, alrededor de la medianoche, seguíamos los mismos individuos en el vagón. Tras dar cuenta de un bocadillo de queso (O algo parecido a queso) y una cerveza tibia que compré a una señora ya entrada en años que transportaba un carrito con viandas de esa guisa, me tumbé sobre los dos asientos contiguos al mío y de esta forma llegué a Bucarest, en lo que supuso uno de los viajes más cómodos que he realizado nunca en tren. Finalmente, a eso de las nueve de la mañana, el tren hizo su entrada en la estación de Bucarest, ciudad cuya primera impresión por medio de lo contemplado a través de las ventanillas parecía diferir notablemente con todo lo visto hasta ahora y no precisamente para mejor. Sin embargo, jamás podría haber imaginado el penoso incidente que me ocurrió a continuación y que marcó, en buena medida, todo el devenir del resto de mi gira: Después de asearme en un lavabo de la estación me vi de pronto rodeado por tres individuos bastante mayores que yo y cuyos rostros no parecían exhibir ningún atisbo de amabilidad. No me dio tiempo para mayores análisis desde el instante en que uno de ellos me golpeó violentamente en el estómago provocando que me hincara humillantemente de rodillas. Un bofetón con la mano extendida terminó por tumbar mi cuerpo sobre el encerado. Aterrado, pronto comprendí el propósito de aquellos malhechores y la imposibilidad de defenderme, por lo que instintivamente saqué de mi bolsillo un puñado de dólares y los tiré lo más lejos posible para intentar que desviaran su atención hacia mí. Afortunadamente, los tipos se fueron tras los billetes, momento que aproveché para incorporarme, magullado, dolorido y con una pesada mochila a cuestas, y salir de allí pitando, en la desesperada búsqueda de una salida. Pude escuchar como los delincuentes corrían tras de mí, gritando en rumano (supongo), y provocándome una aceleración de mis pulsaciones cardíacas al borde del infarto. Con el corazón en un puño, vi una puerta de salida y no lejos de allí a alguien que parecía ser personal de la estación. Corrí hacia él con todas mis fuerzas y gritando: –«Please, help me, help me!!» — Ya estando a su lado y de manera acelerada, le conté en inglés lo que acababa de ocurrirme, no dejando de mirar a mi alrededor para ver si aquellos ladrones aún me estaban siguiendo. El hombre, sorprendido y sin dejar de examinarme de arriba a abajo, no parecía entenderme y dio la impresión de asustarse ante mi atolondrada presentación. Finalmente, aparecieron otros dos empleados uniformados y, ante mis mímicos gestos intentando hacerles comprender que había sido objeto de un asalto, me acompañaron hasta una garita donde se hallaban tres policías rumanos para los que pasé a ser más un sospechoso, a juicio con las intimidantes miradas que me brindaron, que la pobre víctima de un atraco. Tras estar media hora revisando mi pasaporte, visado y pertenencias, me «dejaron» en libertad. La situación era preocupante: Los cacos se habían apoderado de buena parte de mi dinero en efectivo, dejándome tan sólo con cien dólares en Travel Checks que guardaba ocultos entre mi pasaporte. Drazen ya me había advertido de los peligros que podía encerrar mi estancia en Rumanía y me recomendó distribuir el dinero aunque, según él, lo más importante era salvaguardar bajo cualquier circunstancia mi pasaporte, objeto muy apreciado por las bandas de cacos rumanos. Afortunadamente, no dieron con aquel conducto que mantenía guardado junto con lo más íntimo y telescópico de mi anatomía y además tuve la buena suerte de haber dejado bajo custodia de Drazen una cantidad considerable de dinero. Como ya había efectuado el obligatorio cambio oficial de divisas en la frontera rumano-yugoslava, no tuve más remedio que recurrir al mercado negro para estirar cuanto pudieran dar de sí los 100 dólares. Conseguí cambiarlos por 3.000 lei, cantidad más que suficiente para pasar sin mayores apuros un par de días en Rumanía.

 Aquel penoso incidente en el que me vi envuelto trastocó todos los planes que tenía previstos para Rumanía y de esta forma, acortando mi visita obligatoriamente a causa del dinero robado, me fue imposible visitar la ciudad costera de Constanza, a orillas del Mar Negro, un lugar que me recomendó encarecidamente mi amigo Drazen. Quizás por este motivo mi estancia en Bucarest se vio envuelta en una extraña sensación de sentirme perseguido y observado, con un irracional miedo a pasear solo por calles apartadas ante la posibilidad de que fuese nuevamente asaltado. Llegué a obsesionarme tanto que en absoluto disfruté de mi visita, buscando siempre cualquier grupo de jóvenes estudiantes en donde cobijarme, con lo que voluntariamente coarté un tanto mi libertad de movimientos. Tampoco ayudó mucho a elevar mi ánimo la estampa que me ofreció la capital rumana, una ciudad que me pareció tristísima, sin vida y como aletargada en el tiempo. Particularmente penosa me resultó la imagen de un enorme edificio que se estaba construyendo el entonces dictador Ceaucescu en medio de una avenida fantasmagórica rodeada de verdaderos lodazales, un símbolo que en absoluto tenía que ver con lo que se suponía debían ser unos ideales socio-políticos basados en la igualdad de todos y cada uno de los ciudadanos y que contrastaba violentamente con el resto de callejuelas de Bucarest, muy sucias y pésimamente iluminadas al caer la tarde (En ocasiones, con una humilde bombilla para toda una manzana de edificios). Por ese mismo motivo, me recogía pronto en el albergue, evitando pasear por calles tan tristes como desiertas. Además, se dio la circunstancia de que no paró de lloviznar durante esos dos días en los que permanecí en Bucarest, aspecto que sin duda coadyuvó a que mi estado de ánimo no consiguiera resarcirse del todo. Por si no fuera todo esto suficiente, la comida me resultó extraña y difícil de asimilar (Particularmente, recuerdo una especie de albóndigas en una salsa como de mahonesa que se mi hicieron del todo indigeribles) y no menos la cerveza, casi siempre a una temperatura excesivamente cálida para mis gustos carpetovetónicos. Es probable que el robo que sufrí nada más pisar tierra rumana condicionase mi pesimismo con respecto a este país, una nación que nunca he vuelto a visitar y de la que estoy seguro que no me volvería a causar ese profundo desánimo. Aunque no me cuesta reconocer que aquella visión de Bucarest trastocó mis juveniles ideales un tanto revolucionarios hacia posiciones políticas más moderadas y acordes con la social democracia, ideas que hoy en día sigo manteniendo.

 Tras aquellos dos días donde mis expectativas se vieron un tanto defraudadas en Bucarest llegaba la hora de volver al pueblo de Drazen en Yugoslavia. El hecho de pensar en la más que probable incomodidad del viaje de retorno, sobre todo en el tramo comprendido entre Belgrado y Zagreb, me hizo sopesar la idea de una alternativa en lo referido al medio de transporte a utilizar, aunque todos mis propósitos chocaban con la cruda realidad de encontrarme sin apenas dinero para poder llevar a cabo tal pretensión. Antes de partir desde la estación de Bucarest rumbo a Belgrado volví a cambiar los lei que aún me quedaban por dinares yugoslavos, algo que no me resultó en absoluto fácil toda vez que descarté los abusivos cambios oficiales. Finalmente, una pareja de rumanos que venían precisamente de zona yugoslava accedieron a mi petición de trueque de divisas por un importe ligeramente superior al oficial. Con una cantidad cercana a los diez dólares en moneda yugoslava y un tanto cansado tanto física como mentalmente, subí a bordo del tren en el que, afortunadamente, pude tomar asiento sin ningún tipo de contratiempos. Unas diez horas me separaban de Belgrado, tiempo suficiente como para descansar y reflexionar acerca de cómo serían mis últimas jornadas de aquel primer gran viaje por la otra Europa.

TO BE CONTINUED