Hace más de un año que tuve la oportunidad de saludarle personalmente en una de las pocas manifestaciones donde no se exhibieron las mismas banderas contra las que usted luchó desde el exilio. Siempre llevó adherido el estigma del odio promovido por aquellos que paradójicamente hoy se niegan a remover las tumbas de la ignominia. Todas las expectativas creadas en torno a su liderazgo de clandestinos fueron diluyéndose ante un tropel de puños floreados que representaban el ineludible cambio generacional. Mas, su saber estar en los momentos más cruciales se vio recompensado por el título regio que don Juan Carlos pretendió añadir a su partido de leyenda. Luego llegaron las penumbras y las puñaladas a traición que terminaron por descomponer la férrea estructura de una formación política en plena deriva ideológica. De aquellas sombras brotaron, después, los experimentos; a muchos nos pareció una estafa que quienes pontificaban contra el poco progreso que la marchita flor derramaba se convirtieran en cómplices de lo que usted, en un alarde de sabiduría, ya nos iba advirtiendo. El tiempo acabó por darle la razón y hoy en día sucumben bajo capas y capas de ceniza, en un maléfico homenaje a sus vicios tabaqueros. Siempre recordaré, don Santiago, aquella intervención suya en el Congreso: — » …Y yo le preguntaría al señor Fraga, que dice que no hay que temer a los golpistas, por qué se arrojó al suelo cuando Tejero hizo acto de presencia en esta Cámara…» —  Que ese dios en el que usted no parece confiar mucho le siga guardando durante un montón de años más.