Dicen los expertos en la materia que reírse a pleno pulmón, con el añadido de sonoras carcajadas, es una acción saludable que beneficia y tonifica el espíritu, amén de favorecer el riego cardiovascular a base de eliminar toxinas que retroalimentan el stress acumulado. Sin embargo, los mismos expertos afirman que, por el contrario, aguantar y contener una espontánea y rebelde risa puede provocar riesgos imprevisibles, ya que el organismo es sometido a una dubitativa contradicción, entre el deseo y el censurado rechazo. Debe ser algo parecido a cuando uno, en un estrafalario intento de prolongar los momentos más íntimamente sublimes, intenta contener el inevitable desbordamiento del polen de la vida, a veces con resultados más que lamentables. Pues bien, de esta incontinencia (la referida a los ataques de risa que parecen darse en los momentos más inoportunos) quería yo referirme, puesto que, a lo largo de mi vida he adolecido de la mala virtud de sobreponerme a un traicionero ataque de risa en muchas situaciones donde la ocasión no era precisamente la más propicia para semejante exhibición de improvisada e inexplicable alegría.
Es por ello que, debido a esta puntual incontinencia, mi presencia en funerales y velatorios no suele ser muy habitual, como consecuencia de que en tal tesitura me sobrevienen diabólicos ataques de risa que a duras penas puedo contener. Basta que me fije en alguna anomalía para que, contra toda mi voluntad, el ataque se geste de la peor manera posible. Recuerdo el proceso de incineración de mi difunto (obviamente) padre, cuando la encargada del procedimiento público confundió en la mesa de mando la tecla de las luces con la de la música ambiental, y luego con la de las cortinillas que escoltaban el féretro… Hube de abandonar la recogida sala simulando un repentino golpe de tos. O aquel velatorio en un pueblo, cuando la brisa que entraba por la ventana provocó la ligera oscilación de la corbata del fallecido… Bueno en esta ocasión hubo un cómplice que coadyuvó a que la situación, desgraciada de por sí, empeorara aún más. Y, claro, uno va cubriéndose de una más que dudosa fama para ser «invitado» a este tipo de eventos, con la cuestionabilidad social que ello conlleva. Además, reconozco que esos incontrolados brotes de risa también pueden originarse en un ascensor, una sala de espera o en el autobús. Consultados mis más íntimos sobre este peculiar defecto, me indican que es producto de un infantilismo no superado con mezcla de algún trauma de juventud. Dada mi edad, esas explicaciones no acaban por convencerme y además me marginan por considerarme que soy yo el único bicho raro al que le ocurren estas comprometidas situaciones.
Por lo tanto, solicito de todo aquel que pueda leer este escrito su opinión al respecto y, en la medida de lo posible, su remedio para tal menester, si es que lo hubiere. No quisiera que volviera a sucederme lo acontecido hace años en una trascendental entrevista de trabajo, cuando, observando la cara de gilipollas del entrevistador de turno… Me confortaría saber que no soy un caso exclusivo de semejante alteración psicológica. Aunque, bueno, siempre será mejor que me de por reír antes que por llorar u otras cosas todavía peores.
Dios mío, me pasa lo mismo!!! Es terrible!! Yo creo que son los nervios pero no los sé, quizá la costumbre de ponerle sentido del humos a las cosas malas que en momentos solemnes nos juega malas pasadas.
No sé darle una explicación, pero lo del infantilismo…no me encaja.
Besos
Por lo menos, ya sé que no se trata de un caso aislado. Jopé, Amalia, estoy pensando en lo que nos podría ocurrir si hipotéticamente coincidiéramos tú y yo en alguna situación de las descritas en la entrada. No me lo quiero ni imaginar…
Estoy de acuerdo contigo. Creo que es debido a esa manía, que la definan otros, de poner una nota de humor a cualquier situación con la que nos enfrentamos.
Gracias por tu comentario.
Besos, muchos besos.
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¿Pues qué va a pasar? Que nos reiríamos mucho, creerían que estamos locos y tendríamos que salir huyendo…lejos, muy lejos, jajaja.
Besos
Sí, pero por lo menos tú tienes el mar para escapar y huir…¿Y Yo?…
Antes lo cuento, antes me pasa. Fui a llevar mi gato al veterinario, este sábado, cuando, en la sala de espera, entra un tipo de esos que parecen no haber despertado aún. Sale el médico, dispuesto ya para atender a mi gato, y el tío le cuenta, con voz gangosa para más Inri, que ya no va a poder llevar a su gatito porque ha fallecido en un accidente. Tanto el veterinario como un servidor adoptamos una pose de preocupación, ante la penosa suerte de la mascota. Pero va el pollo y, ante la pregunta obligada del veterinario sobre el origen de tal accidente, contesta: «Bueno, es que resulta que también mi padre y mi hermana han fallecido. Tuvieron un accidente con el coche cuando llevaban al gatito a la finca…»
Javier, el veterinario, me mira buscando complicidad. Yo acaricio a mi gato y me incorporo para darle el pésame al chaval. Javier se tapa la boca y me mira. Yo miro a Javier y empiezo a taparme la boca. Mi gato empieza a jugar con el bolsillo de aquel chico. Javier se descompone y me vuelve a mirar. Yo suelto el gato y me salgo de la clínica simulando que me llaman por el móvil (Falso, ni lo llevo encima). En la calle Ayala pasa una señora y se empieza, literalmente, a descojonar observando mi solitaria y estentórea risa. Le pido disculpas ante tal desvergonzada compostura y la buena señora aparca su carrito de la compra y se saca un pañuelo para enjuagarse las lágrimas que provoca su risa…
Siento el terrible drama que le ha pasado a ese chico. Ha debido ser muy duro. Que se te mueran tus seres queridos en un absurdo accidente… Y tu gatito. Juro por mi honor que, si le vuelvo a ver, le expresaré mis condolencias con la mayor sinceridad posible. Siempre que, claro está, el veterinario no se tape la boca con su mano, intentando disimular lo inevitable.
Besos, muchos besos, Amalia.
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