Siempre tuviste la certeza de que la casualidad presidió nuestro encuentro en aquel café de solitarias presencias. Pero yo te recordaba de pretéritas estancias, evocando tu figura majestuosa de infinita solemnidad, de inasumible perspectiva que acosaba cualquier recoveco de mi ardiente espíritu. Seguí la huella perfumada de tu prestancia y, desde lo más sincero de mi conciencia, me enamoré de ti, Isabel. Jamás el destino me otorgó el don que tus ojos de fuego suplicaban con prohibitiva vehemencia. Tal vez, por ello te adherías sin remedio al imaginario poste de los desencuentros escoltada por la Santa Compaña que guardaba con celo el frenesí de tus encantos. Y, entre rumores y cobardes envidias, caminamos juntos bajo los soportales de la pasión, pintando de rosa nuestras inocentes ilusiones.
Ahora sé que de mí esperabas todo un mundo de fantasías que hubiese adornado con borlas de amor la cara más amarga de tus pasadas desdichas; ahora sé que en mi veías, no al príncipe azul de edulcorados cuentos, sino al joven amante, al hermano ideal, al amigo omnipresente; al ser con el que tus maduros sueños de princesa desterrada hubieran podido visualizarse con entera libertad y lejos de las cadenas con las que, incluso hoy en día, intentan secuestrar tus anhelos más profundos. Mas, aunque el reproche no sirva de excusa, no fui capaz de traducir tus peticiones de mujer ilusionada con la madurez que requería aquel sueño de causas imposibles. Tan sólo te pude conseguir el regalo de la flor más hermosa que encontré a miles de kilómetros y que, todas las noches, besaba en la inmensa oscuridad de mi solitario entorno de cataratas y afluentes. Pero, a mi regreso, no supe confirmarte aquellos besos de leyenda y nuestras vidas, con el resorte de terceras personas, se fueron irremediablemente separando hasta un fatídico punto sin posible retorno.
Sigues tan guapa como siempre, como el viejo vino que se ennoblece en las barricas del tiempo y de la historia. No pude evitar mirarte de reojo por más ventura que los destinos quisieron, en el preciso instante en que nuestras vidas volvieron a cruzarse por mediación de algún Cupido perezoso que no desempeñó bien su trabajo cuando antaño sus flechas apuntaron a nuestros corazones. Después de tantos años, te resumí mi vida con un «Hola, Isabel» que no fue nada fácil de pronunciar. Hoy, nos regalamos sonrisas en la distancia, bajo un triste epígrafe donde puede leerse «lo que pudo haber sido y no fue».