Te voy descubriendo entre anocheceres retardados que van preludiando la primavera, al paso que se demora junto a tu cubículo de impresiones plasmadas. Me pregunto si el brillo que emite tu estancia no será el producto de la sonrisa más elegante que jamás encontré, una sonrisa de fuerza que cautiva los sentimientos ocultos de mi espíritu. Te impones como la joya más apreciada de tu particular museo para desesperación de los llamados a ser protagonistas en el evento artístico y para las celosas parejas que advierten, al instante, el magnetismo poderoso de tu expresión. Yo evito mirarte a los ojos, convencido del embrujo insalvable de tu inducción. Me avergüenza el hecho de sentirme tan ínfimo al lado de tu aristocrática pose de belleza, académica marcialidad que imprimes a los vientos que te escoltan. Me empequeñece la visión de tus sentidos; me embriaga el aroma de tu perfume al vaivén de las distancias.
Ni siquera he osado a intercambiar palabras contigo, si hasta tu figura radiante enmudece los murmullos del manantial sonoro. Cómo me gustaría explicarte los tiempos que viví en aquel local que ahora impregnas con la delicia de tus aires. Con la aquiescencia del bueno de Francis; con las conversaciones de tantos y tantos maestros, como Luis Sevillano o José Antonio Resino. Con el recuerdo meloso de tu predecesora, Nuria. Ah, Nuria, tan bella como tú y a la vez tan conceptualmente distinta… Quizás sea el mejor motivo para intentar grabarte con la calma pausada que tu agreste sensualidad merece. Te intento esbozar en mis deseos y me veo impedido por la firmeza de tu recuerdo. Nunca he imaginado un cruce de mutuas pasiones debido a que jamás hubiera sido capaz de abarcar la plenitud de tu infinita esencia. Sólo me gustaría que supieras que te admiro y te envidio; te envidio a ti y a todo aquel que te tenga, en cualquier momento, en cualquier lugar.