Esta mañana me he encontrado con Marian, la funcionaria de Correos que se encarga de traernos esos sobres que algunos añoran y otros temen. Es nerviosa y vivaracha, algo a lo que favorece la menudez de su cuerpo. Pero sus ojos no tenían el brillo de otras ocasiones, ese brillo de sinceridad que sólo tienen las personas aparentemente sin complejos. Al girar su rostro para leer una dirección pude contemplar el flemón que sobresalía de su mejilla derecha. «Me tomo antibióticos, pero nada. Cuando parece que me baja, me confío, dejo las pastillas y…Otra vez. No me va a quedar más remedio que acudir al dentista. ¡Con el miedo que me da!». Después de recomendar que probara con el Augmentine, un fármaco que lleva escondiendo mis carencias bucodentales desde hace más de 10 años, intenté animarla con algún comentario absurdo que, al menos, durante la pausa del cigarrillo, le hiciese olvidar la tortura china que supone cualquier dolor de muelas.
Me cae bien esta chica. Es curioso, pero a lo largo de mi vida he tenido una especial relación con las funcionarias de Correos del barrio. Recuerdo con cariño a Raquel, Belén, Sole, Ana y sobre todo a Loli, a quién yo llamaba Valentina y que era conocida como «la marquesa» por sus compañeros. Esta me cautivó tanto que la dediqué, en secreto, mi libro de poemas Mensajes de atardecer. Le regalé una copia y todo. Desde el verano no he vuelto a saber nada de ella. Creo que soy un poco fetichista de los uniformes. Me atraen mucho las mujeres ataviadas con su hábito reglamentario de trabajo (Excepto las monjas, claro). Mi mayor afinidad se produce con las peluqueras y su bata blanca. Si, por lo demás calzan zuecos, me parecen irresistibles. Habré de consultar la Wikipedia para intentar desentrañar esta extraña motivación, pero muchos conocidos lo resumen en un simple» Sí es que estás salido, tío».
Marian ha cambiado su expresión y está más animada. Me cuenta que su hija se despertó de una horrible pesadilla esta noche que consistía en que mataba a su propia madre. La niña empezó a llorar y se abrazó a la madre con frases al estilo de «Perdóname, Mami. Yo te quiero mucho». No le he querido decir a Marian lo que puede significar ese sueño según la doctrina freudiana porque no me parecía respetuoso. Aunque la edad adolescente de su hija confirma mis sospechas. Es normal, a todos nos ha pasado, o nos sigue pasando. En fin, Marian me ha confesado algunos secretos de su vida íntima y me ha extrañado su ataque de sinceridad para conmigo. Por una parte me alegra el saber que, en determinadas ocasiones, doy una imagen más próxima a la cercanía humana que lo que una primera impresión pueda sugerir de mi. Lo más importante es que cuando Marian prosiguió con su ruta el dolor de muelas parecía algo pretérito y olvidado. Ah, y se me olvidaba: Toda la familia de Marian es susceptible de padecer dolencias dentales, excepto sus dos hermanos pequeños.