Con apenas veinte años cumplidos no se podía decir que mi vida sentimental fuese un camino de rosas sino más bien todo lo contrario. Las reiteradas negativas que recibía de las chicas a quienes pedía salir terminaron por acomplejarme del todo, máxime cuando en el círculo de mis amistades quién más y quién menos tenía sus ligues pasajeros. Muchos fines de semana me tocaba quedarme a solas en casa ya que el grupo de mis amigos se iba por ahí «de parejitas» y yo no me encontraba muy a gusto del todo protagonizando la excepción. Aunque, sin yo saberlo entonces, bien que me vinieron esas melancólicas soledades de tardes sabatinas para fortalecer ciertos aspectos de mi vida de los que hoy me siento muy orgulloso. Además, creo que en esos tiempos era un poco cenizo; la primera chica a la que había besado en mi vida me dejó a la semana siguiente, en el mismo día de mi cumpleaños. Bonito regalo, ¡Sí, señor!. En estas circunstancias me encontraba cuando una tarde de viernes me presentaron a Ana, una chica morena y preciosa cuya sonrisa contrastaba mágicamente con la aceitunada tez de su rostro. Me gustaron su atractivo y forma de ser desde el principio, sobre todo cuando estando yo jugando a una de esas máquinas Texaco de bolas, también llamadas Flipper, Ana se agarró cariñosamente de mi brazo. A pesar de que debido a repetidos y continuados fracasos anteriores no me gustaba hacerme vanas ilusiones, sentía como yo también a ella le resultaba atractivo. Decidí invitarla a una pequeña fiesta que organicé para el día de mi cumpleaños — el destino me debía una explicación por aquella jugarreta de años anteriores — y acudió, preciosa como siempre, y escoltada por nuestra común amiga que anteriormente nos había presentado. Observé que Ana era quién más reía mis gracias y la que más poéticamente me miraba en todo momento. Al día siguiente, iniciaba yo un viaje en tren a lo largo de toda la Europa del Telón de Acero y me despedí de Ana prometiéndole llamar nada más regresar. Así lo hice y un tarde quedamos a solas en el último piso de la Torre de Madrid, en la madrileña Plaza de España, que por entonces albergaba la Casa de Cantabria y desde donde la panorámica de Madrid era todo un espectáculo; uno se sentía el amo y señor de toda la Villa desde aquella terraza de vertiginosos encuentros. Ana me empezó a gustar en serio, con su anacarada sonrisa y la suave textura de su piel morena. Esa tarde sólo me atreví a cogerla unos breves instantes de la mano y pude apreciar el calor sensual que su alma emitía. No quería arriesgar con una chica que me encantaba y a la que, siendo de todo objetivo, parecía que yo también le gustaba. Fue la siguiente vez que quedamos, en mi barrio, en un local llamado El Cafetín, cuando intenté besarla. Increíblemente, me rechazó:  — «Leiter, no te he dicho nada para no decepcionarte… Estoy saliendo con un chico.» –. Mi cara debió parecer todo un poema dramático, ya que al instante añadió, cogiéndome de la mano:  — «Pero quiero ser tu amiga. Eres un tío muy valioso y contigo me lo paso muy bien y descubro muchas cosas. No te quiero perder. Tal vez, algún día… » –. Al despedirnos, pensé que no la iba a volver a ver más ya que todo eso que me dijo no dejó de parecerme una justificación. Maldije de nuevo mi mala suerte sentimental; otra vez me había ilusionado en vano. Al día siguiente, compuse una pequeña bagatela para piano, una de las obras más inspiradas que jamás haya creado y que hoy en día me parece sorprendentemente buena para la edad que por entonces tenía. Estaba finalizándola cuando me llamó por teléfono Ana y me pidió que quedáramos. No la quería volver a ver pero necesitaba verla de nuevo. Me presenté a la cita con una rosa envuelta en la partitura y se la regalé. Ana cambió la expresión al ver aquello y estuvo muy cariñosa conmigo, al tiempo que volví a ilusionarme con ella. Fue entonces cuando empezamos a salir regularmente todos los fines de semana. Yo, por mi parte, nunca volví a preguntar por aquel fantasmagórico novio y a lo más que me atrevía era a cogerla de la mano en algún momento. Cada cierto tiempo, le enviaba flores a domicilio –doce rosas amarillas y una roja –, con un simple «te quiero» como leyenda, adornándolo con un corazón en el punto de la «i». En otra ocasión, pasamos por delante de un bazar y se ilusionó con un enorme oso de peluche. Al día siguiente, lo tuvo en su casa. Cualquier cosa que ella pidiera era poco para mí. El día que escuchó la interpretación de mi composición dedicada observé como sus ojos se humedecían. Se agarraba de mí como una amante enamorada, pero de ahí no pasaba. En Navidades, me hizo su mejor regalo: Una simple entelequia que ya ni recuerdo pero acompañada de una nota donde se leía: «Yo también te quiero», con el mismo corazón adornando la «i» que yo siempre le escribía. Formalmente, éramos ya una pareja.

 Ana era una chica amable, aunque muy tímida y algo pusilánime en determinados comportamientos de su vida. Le encantaban los animales y estudiaba veterinaria, siendo hoy en día una reputada profesional con dos centros clínicos a su cargo en la zona norte de Madrid. Siendo niña, la única hermana que tenía falleció trágicamente en un accidente y creo que eso la marcó para toda su vida. En mí no veía a un novio o a un amante, sino a esa figura de «hermano mayor» que inconscientemente buscaba. Jamás exteriorizaba sus enfados y siempre hacía gala de una sonrisa que me derretía por su dulzura. Le encantaba el cine y siempre acudíamos a la primera sesión de algún estreno cuando quedábamos. (Yo jamás he vuelto a pisar una sala de cine desde que salía con Ana. Ahora, me cuentan, que ya no hay No-Do…). Luego íbamos a jugar al billar americano, actividad que también era de su mayor agrado, y posteriormente cenábamos algo y tomábamos algunas copas. Sin embargo, no hablábamos mucho de nosotros mismos ni, mucho menos, exteriorizábamos nuestro amor. Era mi pareja oficial para el grupo común de amigos pero, más allá de esa deliberación, existía una franca y sincera relación de amistad, según ella, y de amor, según mi modo de entender. Esta rutina acabó por enfriarnos un poco y a mediados de abril claramente la propuse profundizar más en nuestra relación sentimental, sin que eso significase necesariamente que me quería acostar con ella. Ana se negó, mostrando síntomas que consideré de inseguridad. Fue nuestro primer enfado serio y, para colmo, por esas fechas, se cruzó una muchacha francesa de Lyon en mi camino. Cuando a Ana la creí del todo perdida, volvió a llamarme y reiniciamos de nuevo nuestra peculiar relación. Supo a medias mi lío con Mireille y desde ese instante estuvo más cariñosa y animada conmigo, al tiempo que a mí me sirvió para olvidarme de la francesa y de mi destartalado primer encuentro sexual, precisamente con ella. Pero paulatinamente, Ana y yo caímos en la misma rutina de siempre, dándome la impresión de que los márgenes de nuestra amistad se estrechaban irremediablemente hasta provocar mi asfixia. Me sentía cada día más atraído por el irresistible encanto físico y personal de Ana y deseaba con todas mi fuerzas refrendar mi amor por ella y, de paso, poner en práctica la reválida de mi primer y suspenso examen en Lyon. Desde ese momento pude comprobar como Ana se fue distanciando cada vez más de mí, buscando escusas para no quedar y mostrándose excesivamente fría cuando ya no tenía más remedio que salir conmigo. Por mi parte, se me alteraba la sangre cada vez que la veía, sentía una atracción casi metafísica por ella. Simplemente, me moría por ella, la deseaba, y me llegaba hasta a obsesionar con ella. Un sábado por la mañana nos llamamos y acordamos quedar para esa tarde. Era la semana previa a las Navidades, cuando los romances, bien acaban cristalizando, bien acaban por romperse del todo. Durante las horas previas a nuestra cita, estuve dándole vueltas a todo y decidí que lo mejor era que nos dejáramos ya de rutinas y formalizáramos de una vez por todas nuestra relación. O todo o nada. No estaba dispuesto a seguir asumiendo el papel de «hermano mayor» y mucho menos desde que la actitud de ella se había tornado reacia, distante e incluso insensible. Quedamos y estuvimos una hora sin apenas cruzarnos palabra, cada uno tomándonos nuestras respectivas cervezas en silencio. Su semblante era serio pero con tonalidades manifiestamente melancólicas. Desesperado por tal incomprensible actitud, desenfundé:  — «Vamos a El Cafetín, Ana. Allí empezó todo, de alguna manera, y allí va a terminar también todo…» —. Nos sentamos junto a la misma mesa donde lo hicimos la primera vez que acudimos a ese local y comencé a exponer mi plática:  — «Ana, así no podemos seguir. Yo te quiero y te deseo con todo mi corazón, pero tú no te decides a dar…» –. Ana, con los ojos conteniendo a duras penas sus lágrimas, me interrumpió:  — «Leiter… Estoy saliendo con un tío… Es de la facultad…» –. Ana empezó a sonreír al mismo tiempo que lloraba, componiendo una lírica y nostálgica expresión que nunca olvidaré.  — «Joder, ¡Qué paradojas! Cuando te conocí, salía con un chico, y ahora que nos dejamos, también… » –. Ana no podía articular palabra; su llanto se lo impedía. Yo no sentí nada, fui incapaz. No sentí dolor, ni lástima, ni amargura, ni ingrata sorpresa; no sentí nada. Me quedé bloqueado y casi sin poder respirar… Quise llorar y no pude; quise gritar y no pude; quise morirme y no pude; quise sufrir, y tampoco pude. Sólo sé que me miré en un espejo y vi al ser más desgraciado del mundo. Salimos, paré un taxi y la dije:   — «Hasta siempre, Ana» –. Ana entró en el vehículo y, entre lágrimas, balbuceó:  — «Perdóname, Leiter…» –. El taxi arrancó y no la volví a ver en muchos años.

 El mes siguiente fue uno de los peores que he pasado en mi vida, cayendo en una profunda depresión y abusando del alcohol de manera harto preocupante. Si una chica me había dejado en el mismo día de mi cumpleaños, otra hacía lo mismo en Navidades. Nunca había llegado a tener tan baja la autoestima, necesitando del apoyo de mis más íntimos amigos y sobre todo de Pablo, el empleado del bar, que ya también me animó cuando lo de Mireille. No podía quitarme la idea de la cabeza de imaginar a Ana y a su novio juntos, de pasear juntos, de besarse juntos. Y de gozar juntos… Pasado un año, durante las siguientes Navidades, recibí una carta sin remite. Era de Ana:  — «Todo pasó hace ahora un año. Nos dijimos adiós casi sin darnos cuenta. Gracias por todo y, por favor, perdóname» — Ana se casó con aquel chico y ahora son padres de dos preciosas criaturas. Hoy en día, aunque nos vemos con menos frecuencia de lo que yo quisiera, mantenemos una hermosa amistad. Al final, Ana se salió con la suya.