zagreb 

 En Semana Santa llegó Drazen desde la antigua Yugoslavia y en julio me tocaba a mí devolverle la visita. Durante aquellos días en los que permaneció en Madrid, Drazen, aquel joven algo mayor que yo y que tenía la extraordinaria virtud de saber expresarse en decenas de idiomas, se acabó enamorando de nuestro país y de nuestras autóctonas costumbres; también de una íntima amiga mía en quién yo tenía depositadas infinitas esperanzas de cara a futuros acuerdos prematrimoniales y de una conocida marca cervecera con sabor de cinco estrellas. La noche previa a su regreso, borrachos los dos como cubas y a horas intempestivas, en la Plaza Mayor y bajo los atributos genitales de la escultura ecuestre que preside el entorno, nos juramentamos para volver a vernos en los próximos meses. Fue el propio Drazen quién tomó la iniciativa:  –«Leiter, ahora tú ir a Yugoslavia y visitar mi pueblo y Zagreb, la capital de la República Federada de Croacia»–  Por aquel entonces, Yugoslavia era una República Federativa que aglutinaba a cinco pueblos distintos, tres religiones así como tres distintas lenguas escritas en dos diferentes alfabetos. Noté como Drazen nunca se refería él mismo como yugoslavo sino particularmente como croata, en una época incierta que se correspondía con la nueva etapa surgida desde el entonces reciente fallecimiento de Tito. Juzgué interesante la propuesta y decidí viajar en julio de aquel mismo año, correspondiendo con la finalización de mis exámenes y con un merecido descanso en mis alternativos quehaceres dentro del bar de mi padre. Pese a que tenía un dinerillo ahorrado que me hubiera permitido costearme el viaje por avión me decanté finalmente por un bono de tren que, atendiendo a mi calidad de estudiante y por una cantidad en modo alguno excesiva, posibilitaba realizar un ilimitado número de trayectos a través de toda Europa, con excepción de Albania y la URSS. Además, al ser una de mis primeras salidas al extranjero, planeé visitar también París y Munich dentro de la ruta que diseñé para llegar a Zagreb, principal parada de mi periplo. Estimé que mi plan era del todo acertado ya que conseguía ahorrarme muchos duros en base a la original idea de viajar de noche, pernoctando así en los compartimentos de los trenes, y visitar las ciudades programadas durante el día aunque fuese de manera fugaz, concretando sitios específicos y descartando otros no menos interesantes. De cualquier manera, con ello me bastaría para tener una idea aproximada de París y Munich, teniendo aún mucho tiempo posteriormente para conocer dichas urbes más a fondo. Tenía poco más de 23 años y toda una vida por delante…

 Planifiqué una duración aproximada del viaje de veinte días de los que cinco pasaría en el pueblo de Drazen, un pequeño enclave situado al este de Zagreb y a una hora de tren del mismo. Otros diez días emplearía en visitar Rumanía y Grecia, mientras que el resto serían tanto para la ida hasta Zagreb como la obligada vuelta a Madrid. Aún así, dejaba cierto margen para la improvisación, ya que un viaje de ese tipo implica que se puedan dar situaciones que alteren el itinerario previsto. Mi primera y grata sorpresa me llegó al enterarme de que no era necesario que formalizase ningún visado para entrar en territorio yugoslavo aunque, por contra, en la Embajada de Rumanía me concedieron una original visa sellada a dos colores cuyo precio me pareció excesivo y que me comprometía, para mayor inri, a tener que cambiar obligatoriamente cada día una determinada cantidad de dólares en moneda local, con lo que, al tratarse de un cambio oficial, se perdía dinero (En el mercado negro y, adelantándome a los acontecimientos, llegaban a ofrecerte hasta siete veces más… Y eso que yo nunca supe «regatear»). Debí caerle simpático al agregado cultural de la embajada rumana ya que el tipo me invitó a pasar a una sala profusamente decorada donde, tras estar durante casi media hora hablándome de las excelencias del régimen de Ceaucescu, me animó incluso a probar un vino dulce de la tierra acompañado de unas pastas, según él rumanas también, aunque en el envase se podía leer «Producto de La Puebla de Montalbán»… Yo creo que aquel hombre estaba más aburrido que una ostra y aprovechó una petición informativa mía para charlar un rato — y tomarse de paso unos chatillos — con alguien ajeno a aquel suntuoso búnker. Al despedirnos, y como yo era teóricamente muy revolucionario en aquellos tiempos — ahora también, pero de sofá y puro, claro — alcé el puño: –«¡Salud!» –– El tipo se emocionó tanto que, a través del rabillo del ojo, pude observar cómo se servía otro trago de vino.

 Por fin llegó la fecha de partida, a mediados de julio, un día después de haber celebrado mi cumpleaños en la terraza de un bar de la calle Ortega y Gasset en donde coincidí con una chica estupenda que me habían presentado en fechas recientes y con la que posteriormente se iba a gestar una poética relación. Se llamaba Ana y prometí llamarla a mi regreso… Por la tarde, tuve la enorme suerte de dar con un compartimento vacío en el tren que me iba a llevar, en la primera etapa del viaje, hasta la frontera francesa de Irún-Hendaya. Tras depositar el equipaje — una pesada mochila — y realizar las pertinentes visitas al vagón-bar, me tumbé a lo largo de los asientos del vacío compartimento y me quedé profundamente dormido, despertándome con la terrorífica tormenta eléctrica que estalló cerca de San Sebastián (De siempre he padecido ansiedad con las tormentas nocturnas). Ya en Hendaya, con el cambio de vías, tomé otro tren de madrugada rumbo a París, aunque en esta ocasión compartiendo habitáculo con una mujer francesa que iba acompañada de sus dos pequeños hijos. Apenas intercambiamos palabra y, para una vez que lo hicimos, no nos llegamos a comprender. Fue en ese trayecto cuando caí en la cuenta de mis problemas para evacuar líquidos residuales a bordo de un tren, circunstancia que aún hoy no he podido solventar del todo. No hay manera, me pongo nervioso con el traqueteo y no logro concentrarme para que fluya una aliviada micción. Y lo peor es que cuando ya parece que la fuente mana, como tardo tanto hasta llegar a ese estadio, golpean insistentemente la puerta, provocándome una insana interrupción en tan humano menester. En fin, por la mañana temprano llegamos a París y lo primero que hice fue tomar el metro rumbo a la estación de partida de mi siguiente tren con la intención de dejar allí en consigna mi mochila y así poder pasear más cómodamente por las calles parisinas. Descubrí que el suburbano de la capital gala tenía precios de primera y segunda clase, como los trenes, y escuché a unos ingleses que decían que las ruedas de los vagones eran de goma, como los coches. A pesar de esta presumible hibridez del metropolitano parisino, a mí me pareció tan convencional como el de Madrid, con sus mismos ruidos y silbatos de aviso. Aquella jornada, opté por caminar en paralelo al Sena hasta llegar a la Torre Eiffel, a eso del mediodía. Dejé de lado el Louvre y otros lugares similares con la intención de visitarlos a la vuelta, dedicándome en esas horas a tener una primera y general toma de contacto con la capital francesa. París me pareció una ciudad hermosa y muy elegante, llena de vida y con un notable componente cultural. Además, se me asemejó extraordinariamente amplia, ya que en el plano que tenía a mano las distancias parecían realmente mayores al recorrer en comparación con las de Madrid. Tras tomarme un bocadillo en los Campos de Marte, inicié el viaje de regreso hasta la estación tomando una calle que salía del Arco de L´Etoile hasta llegar a la Estación del Este. Llegué con la hora un poco justa y embarqué en un nuevo tren rumbo a Munich, la capital del Estado de Baviera y siguiente parada de mi viaje.

 Esta vez el compartimento del tren se encontraba repleto y el largo viaje no fue en absoluto cómodo, sobre todo desde el instante en que un chico hindú — o pakistaní, por los rasgos — tomó la natural decisión de quitarse los zapatos. Noté como el resto de viajeros se echaban la mano instintivamente hacia la nariz, buscando un piadoso resquicio por el que respirar sin tener que soportar el genuino aroma indostánico. Por si no fuera poco, a la altura de la frontera alemana de Estrasburgo, estalló la mayor tormenta eléctrica que yo haya visto nunca en mi vida, con unos relámpagos que iluminaban fantasmagóricamente las oscuras siluetas del vagón. A todo esto, el hindú seguía dormido y ajeno a la colectiva impresión que causaba tanto el espectáculo visual de los rayos como el menos confortable de las fragancias orientales. Por fin, ya en plena alborada, el hindú se apeó en Stuttgart y el resto de pasajeros del compartimento aplaudimos la feliz y nueva coyuntura, con lo que la llegada a Munich se produjo en un ambiente de sana — y depurada — camaradería. No lo pude evitar y, aún temprano, me desayuné tres enormes Bratwurst en la Marienplatz, acompañadas por una estrepitosa jarra de cerveza. No tuve mayores problemas para dejar en consigna la mochila en la misma estación donde esa misma tarde partiría para Zagreb y de esta forma tuve casi doce horas libres para conocer la capital bávara. Munich me pareció moderna y, sobre todo, limpia, aparte de parecerme pequeña en comparación con Madrid y no digamos con París. Lo que más me gustó, con independencia de la Marienplatz, fue la bellísima fachada de su Teatro de Ópera. Me dio tiempo a visitar la Alte Pinakhotek y comí maravillosamente bien en unos jardines que se hallaban a unos pasos de la céntrica plaza muniquesa y que tenían la característica de que sus mesas eran alargadísimas, no existiendo separación en los bancos para sentarse, con lo que era fácil iniciar una improvisada tertulia con los lugareños. Contra todo lo que se pueda pensar a priori, los muniqueses me parecieron gente muy abierta y dada al diálogo, con la amabilidad de tratar de conversar en inglés para hacerse entender ante los despistados y eventuales turistas que por allí pululábamos. Sobra decir que me puse tibio de cerveza y, por ello, ya a bordo en el tren rumbo a Zagreb, padecí de reiterados y ya relatados inconvenientes a la hora de aliviar el líquido sobrante de mi cuerpo. Hasta ahora, todo había discurrido sin mayores problemas.

Casi oscureciendo, el tren hizo una parada en la inolvidable Salzburgo y no pude dejar de pensar durante unos instantes que aquella ciudad, dominada por una fortaleza en lo alto, había sido la cuna del mayor artista surgido en todos los tiempos. Como me había cundido mucho la estancia en Munich, planeé que para la vuelta haría una obligada parada en esta mítica ciudad, teniendo como principal objetivo la visita a la casa donde vio la luz por primera vez Wolfgang Amadeus Mozart. De nuevo en marcha, me había quedado profundamente dormido — gracias a la cerveza bávara — cuando un policía de aduanas yugoslavo me requirió el pasaporte, dentro del compartimento y con el tren estacionado en el puesto fronterizo. Al ir a mostrárselo, el guardia advirtió mi carnet de socio del Real Madrid y me pidió que se lo enseñase. En una estrafalaria mezcla de italiano y francés, el simpático policía me preguntó si yo era jugador del club… De todas formas, el funcionario aquel empezó a recitar de memoria algunos jugadores del Madrid de aquella época: –«Santi Liana, Pigui, Camajo…» — Fue curioso, pero una circunstancia muy similar me ocurrió unos meses después en la entonces frontera austro-checoeslovaca — Aquella anécdota balompedística sirvió para que durante el resto del viaje se iniciase una apasionada tertulia entre los compañeros de compartimento y un servidor acerca de diversos aspectos sociales de España, corridas de toros incluidas, con lo que me fue imposible conciliar de nuevo el sueño. Con las primeras luces del alba llegamos a Zagreb, ciudad donde en ningún momento percibí que estuviese bajo un régimen político distinto a los occidentales que yo conocía. Ya me habían advertido que la entonces Yugoslavia se regía por un sistema peculiar y bien diferenciado del resto de los países de la órbita comunista, el llamado federativismo autogestionario. Aprovechando que el tren que partía rumbo al pueblo de Drazen tenía programada su salida a las tres de la tarde, aproveché para dar una vuelta por la ciudad, un lugar que me pareció encantador, con multitud de estatuas al aire libre, amplias plazas de inconfundible aroma centroeuropeo y un barrio antiguo deliciosamente bello. Allí me contaron la terrible historia de un rey que no quiso descoronarse ante los invasores de turno — no recuerdo de quién se trataba — y éstos, muy brutos ellos, le acoplaron una corona de hierro al rojo vivo en la cabeza… Antes de abordar el tren, me senté para comer en una acogedora terraza de verano en la Plaza de Tomislav, el primer rey croata, en las proximidades de la estación. La comida me resultó exquisita del todo, más si cabe por los días que ya llevaba alimentándome a base de bocadillos. Además, al cambio, la factura no llegó ni a los cinco dólares, cantidad que debía ser muy elevada para los lugareños, ya que en aquel lugar contrastaba visiblemente mi chaleco de fotógrafo con los numerosos trajes de chaqueta y corbata de quienes probablemente serían privilegiados funcionarios. Esta era una de las muchas ventajas que tenían entonces los países del Este para los bolsillos de cualquier occidental. Después de comer, me subí al tren que habría de llevarme, por fin, a la principal parada de mi periplo, el pueblecito donde vivía Drazen.

TO BE CONTINUED