Igualito que el protagonista de nuestro relato: Eso sí, sin bigote y más alto

 Pese a que insistía en que le llamásemos Juan Antonio, así a secas, tanto el personal como la caleidoscópica clientela del bar de mi padre le invocaban respetuosamente como señor Olavide. Ciertamente, aquel trajeado y lustroso individuo destacaba sobremanera de entre el grueso de una clientela caracterizada por sus más aparentemente humildes trazos. Alto y delgado como Mortadelo y con un rostro calcado al de Rompetechos — aunque sin mostacho — el señor Olavide era todo un compendio de buenas maneras y educados modos en su habitual práctica consuetudinaria, reflejando una inestimable educación cívica producto, tal vez, de su dilatada experiencia en el cuerpo superior de funcionarios del Estado. Reservado en primera instancia, el señor Olavide lograba despojarse de su congénita timidez si, animado por otros clientes, era invitado a sumarse a cualquier e improvisada tertulia de temáticas y contenidos tan oscilantes como efímeros. Empero, el señor Olavide parecía querer tomar parte en esos circunstanciales debates adoptando una atenta y afilada mirada que cobijaba tras unas metálicas lentes que delataban una más que considerable miopía. Una vez aceptada la cortesía, el señor Olavide se despojaba por momentos de su emblemático y distinguido corsé para hacer gala de un vocabulario rico en casticismos y expresiones de gran impacto sonoro, generalmente apoyadas en ripios de significación un tanto intempestiva y cuya frecuencia aumentaba de modo directamente proporcional a la ingesta de whiskies con agua y hielo.  –«Pues fíjense ustedes lo que me aconteció la otra mañana en el Ministerio: Llega un señor a mi despacho y de buenas a primeras comienza a soltar una retahíla de insultos y groserías sin venir a cuento, aludiendo a cierto retraso en una concesión administrativa a su requerimiento. El individuo creyose que yo me iba a achantar pero decidí interrumpir su soez monólogo: ¡Oiga Usted! ¿Quién se ha creído usted para presentarse aquí sin otro argumento que el de tocarme los cojones? ¡Lárguese ahora mismo si no quiere que le ponga los huevos de corbata, cretino!»–  La primera ocasión en que el señor Olavide llamó mi atención fue una aburrida mañana de domingo cuando, como buen y ejemplar cristiano, llegó al bar acompañado de sus tres hijas más mayores luego de haber asistido a misa de diez. Todo transcurría con monótona normalidad, con las tres niñas impecablemente vestidas de purísima desayunando en silencio y el señor Olavide repasando la actualidad en las páginas del ABC, cuando de pronto, luego de dar un trago a una generosa copa de Terry, expulsó violentamente su contenido sobre la inmaculada camisa jareteada de una de las chiquillas. El señor Olavide no debió medir bien la dosis de la ingesta, por lo que el poder calorífico del brandy resultó del todo inasumible para su garganta, provocando la inmediata evacuación del mismo hacia la prenda de una aterrorizada niña que miró con infantil estupor a su padre, presa de un consiguiente ataque de tos.  –» Esto… ¡Ejem, ejem, ejem! Leiter, por favor, a ver si puedes pasar una rejilla… ¡Ejem, ejem!… por la mesa. Se ha manchado un poco… Es que el maldito brandy… ¡Ejem, ejem!… Se me ha colado por el otro camino y… ¡Tranquilizaos, niñas, tranquilizaos! No pasa nada; a papá sólo le ha ocurrido un leve percance…¡Ejem, ejem!… Sin consecuencias…»–  Ya con las niñas esperando a su padre en la calle y comentando entre ellas la aparatosa mancha de la infortunada, el señor Olavide se acercó a la barra para proceder al pago: –«Disculpe que le haya manchado la mesa, don Caesar Imperator, pero es que el puto brandy este de los cojones…»–  Sin embargo, mi circunstancial relación con el señor Olavide cambió una fría mañana de invierno cuando, de forma imprevista, le observé discutir acaloradamente con el padre prefecto en uno de los estrechos corredores del colegio donde yo estudiaba: –«Escuche, padre»– comentaba el señor Olavide con su peculiar timbre de voz, agudo, cantarín y moderadamente gangoso –«Yo sé que mi hijo es un tanto rebelde y que, por desgracia, ha sacado el mismo irascible carácter de su padre. Eso es cierto y lo acato del todo. Pero lo que no voy a consentir de ninguna manera es que algún cura o profesor humille a mi hijo en clase delante del resto de compañeros. Porque, como así que me apellido Olavide, por estas que le retuerzo los cojones a quien sea si se vuelve a repetir esa intolerable actitud contra mi hijo…»– El pobre padre prefecto, a quien «cariñosamente» apodábamos como «El Popy», al escuchar las referencias testiculares aportadas en la exposición del señor Olavide, se puso a toser de esa forma tan característica suya, acompasando los golpes de tos mediante rítmicos taconazos al suelo de su menuda pierna derecha. Dio la coincidencia de que el señor Olavide era el padre de un compañero mío de aula, uno de los chicos más rebeldes y excéntricos que he conocido a lo largo de mi vida; un chaval que no dudaba en decirle a los profesores a la cara todo aquello que nosotros también deseábamos pero que, por miedo, no nos atrevíamos a comentar. Buena también se hubo de liar en otra ocasión, cuando aquel chico «calentó» al mequetrefe de Gago en el patio. La madre del agredido y el señor Olavide coincidieron en el despacho de un ya asustado «Popy»: –«Pero, señora, no ponga usted el grito en el cielo, por el amor de Dios… ¿Cómo concibe usted que el raquítico de mi hijo haya sido capaz de pegar al suyo, que le saca casi dos cabezas?»– Semanas después de aquellos dos incidentes, al ver al señor Olavide en el bar, le comenté que yo era compañero de su hijo (Y también de Gago, claro). Desde entonces, se estableció una estupenda relación entre nosotros, pese a la abultada diferencia de edad que nos separaba. Un par de años más tarde, el señor Olavide cumplía los sesenta mientras que yo estrenaba la etapa más ardiente de mi encauzada adolescencia con mi decimoséptimo aniversario. A esa juvenil edad, yo ya me encargaba de cerrar el bar de mi padre por las noches, obviamente en compañía del empleado de confianza de turno. El señor Olavide se convirtió entonces en un asiduo visitante del bar en esas tardías horas en las que, ya a puerta cerrada, organizábamos pantagruélicas cenas que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada con los clientes más íntimos. Siempre las noches de los viernes, por eso de que no había necesidad de madrugar al día siguiente. Pese a mi corta edad y nada edificante presencia entre tanta gente mayor, puedo afirmar que en aquellas reuniones aprendí cosas que no se enseñan en ninguna universidad y que, actualmente, guardo un grato recuerdo de las mismas; posiblemente, el mejor recuerdo de mi añorada juventud.

 Los modos del señor Olavide en lo relativo a sus constantes y diarias visitas al bar obedecían a un ajustado patrón que sólo experimentaba ligeras y casi imperceptibles variantes: A eso de las nueve de la noche hacía acto de presencia en el local, mostrando evidentes síntomas de inquietud al solicitar con premura su whisky con agua y hielo: –«Sí, por favor, un whisquito rápido… Tengo que regresar pronto a casa esta noche. He de supervisar aún los deberes escolares de mis hijos y además mañana tengo una reunión de importancia en el Ministerio»–  A ese «whisquito» le seguían dos más, a no mucho tardar, pedidos con idéntica celeridad: –«Bueno, Leiter, sírveme ya el último que he de irme volando a casa…»–  Y éstos enlazaban con otros tantos producto de unos no tan casuales y esporádicos encuentros: –«Pero… ¡Bueno, quién está por aquí! ¡Julio Proy! ¡El púgil del barrio! A ver, Leiter, por favor, pon aquí de beber…»– De esta forma, y en días ordinarios, rara era la noche en que el señor Olavide no permanecía con nosotros hasta la misma hora de bajar los cierres, alrededor de la una de la madrugada.  –«¡Ay, Señor, Señor! ¡Siempre me pasa igual! A estas horas ya debía estar yo durmiendo… ¡Mañana no me esperen! No puedo estar alternando así todos los días…»–  Como bien puede uno imaginarse, la trayectoria seguida por el señor Olavide en su camino de vuelta casa era más bien serpenteante que rectilínea… Tanto o más sucedía durante las noches de los viernes, cuando tenían lugar esas improvisadas y solidarias cenas en el bar, ya a puerta cerrada.  –«Hombre… Yo ya me iba de vuelta a casa, pero dada la pinta que tienen esas chuletillas de cordero que estáis preparando… En fin, no sé qué hacer… ¡Dame otro whisquito, Leiter! Y dime ya de paso cuánto he de abonar para poder participar en esta opípara cena… ¡Hombre, pero si está aquí también nuestro amigo Quintín! Pon aquí de beber, Leiter… Ya me he enterado de tu accidente de coche, Quintín; algo similar me ocurrió a mí en la mili con un viejo jeep de esos… El capitán quiso encerrarme en el calabozo pero, a solas, le dije: Mi capitán, le repito que se me resbaló el pie en el acelerador a causa del barro adherido que llevaban mis botas por esas maniobras… No fue culpa mía… ¿Cómo? ¿Yo un inútil? Si tiene usted cojones vamos a arreglar esta situación aquí, hombre a hombre, a puño desnudo… El tío se puso pálido y me dejó en paz… ¡Luego nos hicimos amigos! ¡No veas qué borracheras nos agarrábamos los dos durante los permisos…! Claro, eran otros tiempos, de inconsciente juventud…»–  En aquellas compartidas cenas que habitualmente se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, el señor Olavide disfrutaba como un ser absolutamente desinhibido, participando en cuantas charlas y tertulias que espontáneamente surgían. Con especial regocijo, narraba algún que otro episodio amoroso de su juventud durante el cual solía hacer gala de un envidiable vigor masculino. Con ese elegante porte, siempre encorbatado a juego con noble nudo Wilson y una estatura acorde con su extrema delgadez, el señor Olavide destacaba con claridad dentro de un entorno mayormente festivalero y no menos verbenero. Así se confirmó, por desgracia, aquella noche en la que, en plena cena, llamaron con insistencia a las puertas. El empleado de confianza de mi padre puso mala cara al identificar desde dentro las siluetas de Juancho el Chino junto a dos de sus amigotes, un grupo de noctámbulos con merecida fama de alborotadores y malos bebedores.  –¡Venga, venga, hombre… Déjanos pasar a tomar la última! Está ya todo cerrado por ahí. Vosotros seguid con lo vuestro, con vuestra reunión… Nos tomamos unas copas, ahí en la barra, y no os molestaremos para nada… Además, ya sabes que don Caesar Imperator es amigo mío…»–  Juancho el Chino demostró el porqué de su negativa fama y en tan sólo cinco minutos ya la había tomado con el señor Olavide: –«Pero, bueno, abuelete, ¿Qué milongas vas por ahí contando? Si no te las crees ni tú… Anda, macho, déjate de batallitas y vete para casa ya, que es muy tarde y ya eres muy mayor para ir de juerga…»–  El señor Olavide, completamente ruborizado por la impertinente afrenta, se incorporó de su asiento en actitud desafiante, aunque yo observé un ligero temblor en sus piernas. Cuando parecía que aquello iba a desembocar en algo más que en una bronca dialéctica, el hombre de confianza de mi padre salió al rescate con razones tan poderosas como la descomunal llave inglesa que portaba en su mano derecha: –«¡A la puta calle ahora mismo! ¡Vamos, encima que os dejo entrar y me la liáis!» —  Por si aquello no hubiera sido del todo convincente, Julio Proy, el boxeador, también esgrimió otros incontestables argumentos: –«¿Qué nos van a joder estos tres gilipollas la cena? Salid de aquí ahora mismo si no queréis servir de sparring conmigo… ¡Me cago en veinte!»–  Luego de que aquellos tres zarrapastrosos hubieron abandonado el bar con más miedo que vergüenza, el señor Olavide nos ofreció su particular visión de los hechos: –«¡Habrase visto gentuza tan incívica e incivilizada! ¡Llamarme viejo a mí, vamos, vamos! La verdad es que, por respeto a ustedes, no he querido contestar a esa provocación… Y por el hijo de don Caesar Imperator»– añadió señalándome con el dedo índice –«…Que es todavía un jovenzuelo y no hubiese sido conveniente que a su edad tuviera que contemplar una escena que presumiblemente iba a ser en exceso violenta. ¡Vamos, yo que fui campeón provincial de los pelayos en atletismo! Si me llego a arrancar les como a esos tres los cojones con patatas… ¡Como que me apellido Olavide!» —  En esos precisos instantes, dirigí mi mirada hacia Quintín, quien, situado a espaldas del señor Olavide, escondía la cabeza entre sus manos al tiempo que, colorado del todo, aguantaba a duras penas unas más que burlonas carcajadas. Otra noche, ya entre semana, nos sorprendió la presencia en el bar de Luis, el menudo pero temible encargado de El abeto rojo, un conocido bar de alterne que se encontraba ubicado en la vecina Calle de las Naciones. Tras otear el horizonte, se fue directamente hasta la mesa ocupada por el señor Olavide: –«Disculpe, caballero: Soy el encargado de El abeto rojo y aquí le traigo una nota que usted dejó sin hacer efectiva la pasada madrugada»–  El señor Olavide, rojo como un tomate, se apresuró a contestar: –«Sí, sí, claro… Es cierto. Le ruego acepte mis disculpas. Tal vez estaba con un whisquito de más y olvidé pagar la cuenta… Dígame, dígame cuánto se debe»–  Luis le respondió: –«Aquí lo pone: 3 whiskies nacionales con agua; 4 Bitter-Kas de las señoritas… 3.500 pesetas en total»–  El señor Olavide extrajo su cartera de la americana y se dispuso a pagar esa cantidad, nada despreciable por entonces, de dinero; sin embargo, Luis le espetó: –«No, aquí no, por favor. Si es usted tan amable, acompáñeme hasta el local y abone la factura a la señorita encargada de la caja»– Hasta allí que se fue el señor Olavide para saldar su deuda. Dos horas después regresó al bar, con evidentes síntomas de embriaguez. Agarrándome del brazo y casi al oído (Con lo que pude comprobar el mareante aroma a whisky segoviano que expedía su aliento) me dijo: –«Las cosas son como son, Leiter. A veces, los hombres cometemos errores de los que no nos queda más remedio que arrepentirnos posteriormente. Ya lo entenderás cuando, si Dios quiere, tengas mis años. Pero una cosa te pido: No hagas comentarios con la clientela sobre este incidente… Ya sabes que la gente es muy mal pensada»

 El señor Olavide causó baja en el bar durante casi tres semanas desde aquella noche de viernes en la que, entusiasmado por la demostración artística de Julio Proy a la hora de interpretar a capella La hija de Juan Simón, balanceó su silla con tal emoción que acabó golpeándose la nuca con la vieja máquina jukebox de dos canciones de single a duro. El accidente, que no fue del todo fatal de puro milagro, no significó la inmediata suspensión de aquella nocturna reunión, ni mucho menos. Tras administrarle la primera cura de urgencia con los apósitos que hallamos en el botiquín, el señor Olavide solicitó «un whisquito para mitigar las molestias ocasionadas por la herida». Pese al aparatoso vendaje que aún lucía, observé un mejor aspecto en el señor Olavide la primera vez que hizo su aparición en el bar tras el referido incidente. Aquella fría noche de invierno, la poca presencia de clientes provocó que, de buen grado, decidiésemos adelantar la hora de cierre habitual. Mientras realizábamos las tareas propias para dejar preparado el bar con vistas a la madrugadora jornada de desayunos siguiente, el señor Olavide intentó equilibrar un tanto la media de whiskies consumidos durante el mes, toda vez que dicha variable había descendido considerablemente como consecuencia del ya relatado accidente. Mientras que el dependiente de confianza daba los últimos retoques a todo, me senté junto al señor Olavide y ambos comenzamos a charlar en la espera de que por fin el empleado concluyese sus tareas. Nadie más se encontraba en el bar a aquellas horas y los cierres ya estaban del todo bajados. El señor Olavide, de nuevo con ineludibles síntomas de embriaguez que provocaban que la ceniza de su cigarrillo nunca se depositase en el cenicero al uso, me empezó a hablar de su hijo, el antiguo compañero de colegio mío: –«Leiter, yo… Yo tengo un enorme disgusto con el comportamiento de mi hijo. Es mi cruz de cada día. Como sabes, soy padre de seis criaturas y este es el único varón… Y, por más que intento centrarle, no lo consigo. Es el único que va a conservar mi apellido… Es mi ilusión, mi proyecto… Pero el muy cabronazo ha salido a mí y los tiene bien puestos… Es rebelde, pero inteligente de cojones, Leiter. Fue una verdadera lástima tener que sacarle del colegio religioso donde tú finalizaste los estudios el curso pasado… Una tragedia para mí, de veras, Leiter. Y yo, querido amigo, pese a la diferencia de edad que existe entre nosotros, puedo hablar contigo de cualquier tema con toda naturalidad… ¡Eso es lo que yo quisiera hacer con mi hijo! «–  Las sinceras y emotivas palabras del señor Olavide empezaron a conmoverme de tal forma que traté de animarle. Pero su estado de embriaguez era tan profundo como sus irrefrenables deseos de desahogarse: –«¡Ya lo sé, Leiter, ya lo sé que tú apreciabas a mi hijo! El también tiene un buen concepto de ti, todavía te recuerda… Pero con lo inteligente y listo que es y no hay maldita manera de que podamos charlar él y yo como amigos… Tú fíjate; tu padre te deja ya al tanto del negocio… Y encima has terminado el Bachillerato con éxito… Yo no sé si mi hijo, sin responsabilidad laboral alguna, podrá sacar adelante el curso preuniversitario… No le veo estudiando una carrera y eso, Leiter, me descorazona, me angustia de una manera que sólo podrás entender cuando algún día seas padre…»– Traté como pude de interrumpir el monólogo del señor Olavide: –«Señor Olavide… ¿Usted no se ha dado cuenta de que mi padre y yo apenas hablamos? Cuando yo estoy en el bar, él está en casa… Y viceversa. Es posible, por lo que a mí respecta, que inconscientemente le esté evitando…»–  El señor Olavide me interrumpió: –«¡No, no, no, Leiter, de ninguna manera! Tu padre, que a mí me aprecia mucho, te quiere como tú no sabes, Leiter. Está muy ilusionado contigo… Pero le disgusta que estés en el bar, aquí, tantas y tantas horas. Dice que se encuentra muy cansado y que ya no puede aguantar tanto tiempo en el bar. Agradece y valora tu ayuda, Leiter, pero no desea este mundo para ti…»– Extrañamente, empecé a emocionarme del todo con las palabras del señor Olavide y mis ojos comenzaron a nublarse.  –«¡Ya me gustaría a mí que mi hijo estudiase para abogado! … Que es precisamente lo que tu padre quiere que estudies… ¿La música? Eso como afición, Leiter, como afición nada más. No compares a un vulgar músico, generalmente alguien que no tiene dónde caerse de muerto, con un prestigioso abogado. Hazme caso, Leiter; eso de la música no da para comer…»–  Al borde de un incontenible llanto, sólo acerté a contestar: –«Pero, señor Olavide, la música es lo único que me gusta… Yo… Yo sueño con ser director de orquesta algún día…»– El encargado apagó las luces: –«¡Vamos, que se acabó por hoy!»

 Pasaron los años y paulatinamente el señor Olavide dejó de acudir al bar. La última vez que le vi fue en el Joc, un pub que se encontraba en las inmediaciones del bar y del domicilio del señor Olavide. Presentaba un aspecto envejecido y, por una vez, cumplimentó su promesa: Se tomó un solo whisquito y se largó. Con su hijo me he llegado a cruzar esporádicamente, aunque creo que él ya no se acuerda de mí. Por mi parte, yo tampoco hago nada por saludarle. Quizás me equivoque, pero es lo que estimo más conveniente. De todas formas, sigue teniendo la misma pinta de rebelde de antaño y aún puede presumir de una larga cabellera en forma de coleta. Pienso que es un hombre estupendo, una buena persona. Se lo puedo leer en la cara. Tal vez como su padre, aunque sin los vicios de éste y sin su impenitente casticismo verbal. El señor Olavide falleció hace unos años… Posiblemente, en alguna remota galaxia del universo, en estos precisos momentos esté pasando junto a las puertas de una taberna celestial un anciano en cuyo cuello pende una cruz en forma de equis. Alguien ha gritado desde el interior de la taberna: –«¡Pero, bueno, bueno! ¡Mirad quién está ahí! ¡Nuestro amigo San Andrés! A ver, ángel Serafín; pónganos aquí de beber…»