calle-alcantara 

  La famosa y muchas veces aquí mencionada calle de Alcántara

 Aparecía por el barrio en la primera semana de junio y ya no se marchaba hasta bien entrado septiembre para luego reaparecer fugazmente durante las fiestas navideñas, cuando nos obsequiaba con aquellos amarguillos que traía consigo de su tierra salmantina. El profesor Neftalí, en vísperas de la jubilación, como así delataban aquellas húmedas y aplastadas canas peinadas al septentrión, con su traje gris a juego con la corbata, y con su seria y circunspecta expresión, ponía la nota intelectual entre toda la variopinta clientela que pululaba por el bar de mi difunto padre en aquellos años. Profesor de literatura y lenguas clásicas en un instituto rural salmantino, poseía además un extraordinario conocimiento de los distintos idiomas de raíz indoeuropea, aunque su verdadera pasión era el llamado esperanto, una lengua artificial inventada por un polaco y de la que el profesor Neftalí era uno de sus máximos valedores en España, siendo tal su autoridad en la materia que era continuamente invitado a los diferentes congresos y eventos que se celebraban con tal fin a lo largo y ancho del mundo… Siempre según su propio testimonio, claro está. Aunque confirmaba la propiedad de un piso en Madrid y de grandes extensiones de terreno en su provincia natal, muchos clientes del bar juraban haberle visto merodear por distintas casas de huéspedes de la barriada. A su edad, permanecía aún soltero y jamás fue visto en femenina compañía, motivo que dio pie a distintos rumores que aludían a su condición sexual, como solía ser habitual en esa época y mucho más en un distrito tan aparentemente remilgado como lo era — y sigue siéndolo —  el del madrileño barrio de Salamanca. Pese a sus modales, excesivamente edulcorados para un entorno tabernario, el profesor Neftalí exhibía una gran empatía a la hora de relacionarse con los clientes habituales del bar, y tal llegó a ser el grado de sus sentencias y afirmaciones en todo lo relativo a la vida y circunstancias del barrio que, con el discurrir de los años, se convirtió en uno de los personajes más populares del bar, siendo cortésmente saludado por la mayoría de los clientes quienes apreciaban en muy buena medida la exquisita oratoria del maestro, semejante a la de los más inflamados sermones sacerdotales de aquel momento. Quizás ese fuera el motivo por el que, siendo yo niño, eludía cualquier encuentro con el profesor Neftalí. Bastante tenía yo con aguantar a diario a los curas escolapios de mi colegio como para luego tener que soportar las prédicas del profesor Neftalí en mi propio bar.  — «Vamos a ver, Leiter, jovencito… ¡No se haga usted el despistado conmigo! Venga aquí, que su padre me ha pedido que le examine para ver cómo marchan esos estudios. A ver, dígame en inglés la siguiente frase: El lápiz rojo está en la mesa… «–  Quién realmente se ponía colorado era un servidor, aterrorizado ante tal improvisada prueba de conocimientos delante de mi propio padre… ¡Y del resto de la clientela!  — «¡No, no no! ¡Muy mal!  The red book is ON, ON, the table, no IN the table. Sigamos, jovencito. Dígame, ¿Qué libro o libros está usted leyendo en la actualidad aparte de los obligados de texto? ¿Cómo? ¿Emilio Salgari? ¡¡Paparruchas!!  Comience a leer ahora mismo La Biblia, alternando dicha lectura con la del Lazarillo de Tormes… Y no pierda tiempo, jovencito. En cuanto mismo vuelva por aquí en Navidades le efectuaré el oportuno examen sobre las referidas lecturas…» —  Mi padre, hombre devoto hasta la beata exageración, apuntaba desde la barra:  –«Eso, eso… ¡La Biblia! Sube a casa ahora mismo y que no me entere yo que no estás estudiando…» —  Por si eso no hubiera sido suficiente del todo, cuando mi padre subía a casa por la noche, una vez cerrado el bar, continuaba con la plática:  –«Leiter, me ha dicho el profesor Neftalí que estás fuera de órbita en los estudios… Has de esforzarte más. El profesor Neftalí es un hombre de mucha cultura y sabe muy bien lo que dice. Además, es un hombre muy católico y lleva la misma estampa de la Virgen que también llevo yo en la cartera. Le he pedido que cada vez que te vea por el bar te examine para comprobar si has progresado en tus conocimientos…»–  Sin embargo, el profesor Neftalí adolecía de una incomprensible variabilidad de carácter con respecto a mi persona, tan pronto poniéndome a prueba, tan pronto ignorándome del todo. Así, una tarde regresaba yo feliz y contento del colegio exhibiendo vanidosamente en mi mano el examen corregido de Religión en el que había obtenido, nada más ni nada menos, que un «Muy bien». Nada más hacer yo acto de presencia en el bar, vi como el profesor Neftalí se encontraba sentado junto a una mesa del reservado y hasta allí que me fui a por él con la intención de mostrarle mi inestimable galardón académico. Pero el profesor, alzando la mano y con un elocuente gesto imperativo, me detuvo: –«¡Quieto, quieto, jovencito! No me moleste usted ahora, que llevo un día muy ajetreado y ahora estoy enfrascado en la elaboración de un poema… ¡Retírese! Necesito total y absoluta concentración…» —  Me produjo tal rabia contenida aquella insolente indiferencia que, pese a mi corta edad, estuve en un tris de contestarle:  –«Pues vaya sitio que se busca usted para escribir poesía… No, si lo que dicen los clientes va a ser cierto: Está usted más tieso que la mojama y no tiene dónde caerse muerto… » —  Pero, obviamente, me contuve y no le dije nada. De todos modos, mi padre sí que supo obsequiarme por mis académicos esfuerzos en materia religiosa. Con los cinco duros que me regaló pude comprarme kikos, palomitas y flash de naranja en la tienda de don Fidel.

 Con el transcurso de los años, y estando yo ya finalizando el bachillerato, el profesor Neftalí dejó de ser para mí ese señor tan serio y tan pelmazo que no paraba de interrogarme para convertirse en una apreciada persona con la que podía conversar sobre materias mucho más profundas en contenido que las propias de un bar de barrio. Poco a poco fui descubriendo, tal y como así lo había afirmado anteriormente mi padre, que el profesor Neftalí era un individuo de firmes convicciones religiosas — «Soy católico, apostólico y romano» — acordes con una mentalidad políticamente muy conservadora, aunque en absoluto conforme con el régimen del general Franco. Su expediente académico no era nada desdeñable, uniendo a sus ya mencionadas licenciaturas en Filología clásica y anglosajona un inestimable doctorado en Filosofía pura. Sin embargo, sus afinidades no iban más allá de Santo Tomás, ignorando a Ockham y al resto de nominalistas. Aunque sentía cierta estima por el idealismo de Kant, renegaba de Hegel y de la escuela de los historicistas –¡Bárbaros!» –.  Y si bien Marx y Nietzsche le provocaban violentas convulsiones, la sola mención de Sartre le hacía acudir presto a los excusados. Algunas noches, mayormente las de los viernes, nos enganchábamos en apasionados debates filosóficos que inducían a la hilaridad general del resto de la clientela.  –«No, Leiter, no; la existencia de Dios es una premisa I-NA-MO-VI-BLE. Sobre dicho y sagrado precepto se construye toda la epistemología que, a fin de cuentas, no es sino un vehículo para TRATAR de comprender a Dios. Santo Tomás no ya sólo demuestra sobrada e incontestablemente la existencia de Dios sino que además cristianiza a Aristóteles, un gran filósofo que inspirado por la luz divina preparó el camino al futuro Hijo del Hombre sin ser consciente de ello, una prueba más de la sabiduría celestial. Leiter, tú que admiras a Johann Sebastian Bach, has de tener en cuenta que toda creación artística, ya sea literaria, plástica o musical, ha de ser un medio para enaltecer a Dios. Y Bach así lo entendió… ¡Por favor! ¡Por favor!  Jamás vuelvas a leer ni una sola página de ese perturbado llamado Nietzsche. Hazme caso, en San Agustín y Santo Tomás se resume todo el acto de fe y sabiduría, la justificación al pretendido y previo paganismo de Platón y Aristóteles. No dejes nunca de leer sus tratados, Leiter…» —  Y tanto que los leí que… En fin. (Muy pocas personas saben cuánto hubo de influir en mí el profesor Neftalí en distintas decisiones académicas que posteriormente acabé por tomar). A pesar de que manteníamos concepciones más bien opuestas sobre los principios fundamentales de la filosofía, cada día que pasaba me resultaba más grato charlar con el profesor Neftalí, y aún más cuando me obsequió con un ejemplar dedicado de una colección de poesía religiosa que acababa de publicar en una editorial tan aparentemente humilde como desconocida, aunque, la verdad sea dicha, no había por donde coger los poemas, sosos, aburridos e infantiloides, al menos, para mi gusto. Obviamente, nunca le confesé este aspecto, más bien mi «admiración» por un «trabajo sensacional». — «Gracias, Leiter, gracias. Cierto es que me lleva un trabajo de mil demonios el poder dar a luz estos breves poemas…» —  Recuerdo que en ocasiones me llamaba mucho a la atención el hecho de observar como el profesor Neftalí se inmiscuía en tertulias no precisamente académicas con otros clientes que generalmente acababan desembocando en unas temáticas de contenido más que sospechoso y que aludían, en mayor medida, a los encantos femeninos, con muy poco de lirismo y sí mucho de fandanguero. Las picantes ocurrencias y los chistes llamados «verdes» no tardaban en hacer acto de presencia y el profesor Neftalí, pese a su estricto celo religioso, se sumaba divertido al jolgorio, sobresaliendo sus orgullosas y graves carcajadas (En staccato y muy retardadas) al tiempo que, agitando de arriba a abajo su mano derecha, solía exclamar:  -«¡Inconmensurable…¡Jo! … ¡Jo! … ¡Inconmensurable!  Esa ocurrencia se merece otra copita de Cointreau, señores…¡Jo!…¡Jo!…» — Sobra decir que en ningún momento recuerdo haber visto al profesor Neftalí pasado de copas.

 Fueron muchas las ocasiones donde pudimos observar como el profesor Neftalí tomaba notas en un discreto cuadernillo de hojas holandesas. Interrogado sobre semejante proceder, afirmaba estar elaborando un libro acerca del bar de mi padre y de los distintos personajes que lo frecuentaban. Nadie de los allí presentes le creyó capaz de tal insólita e interesante empresa, pero una buena tarde apareció el profesor Neftalí por el bar con un aparatoso paquete de libros recién salidos de imprenta, los cuales, excepto el que firmado y dedicado le regaló a mi padre, fue vendiendo uno tras otro a los clientes más habituales –«Eso sí, con el lógico descuento» —  El proyecto había cristalizado y allí teníamos a nuestra disposición el esperado libro, Las Noches del Parajas, que así era como realmente se denominaba el bar de mi padre. Su lectura provocó no pocos comentarios en la barriada, algunos no muy favorables, debido a la forma metafórica y atrevidamente irónica que adoptó el profesor Neftalí a la hora de describir los distintos personajes y situaciones que aparecían en el libro, todos ellos perfectamente identificables. Muchos no supieron comprender el perspicaz modo literario del profesor Neftalí y en reiteradas ocasiones le solicitaron las correspondientes explicaciones y a veces no de muy buenas maneras. Pero el que quizás peor parado salía era, precisamente, mi padre, don Caesar Imperator, a quién el profesor Neftalí retrataba como un ser excesivamente avaricioso y con unos rudos modales que dejaban mucho que desear. Aunque mi padre se quedó un tanto sorprendido por aquella visión que de él perfiló el profesor Neftalí, fue realmente mi madre quién se terminó por ofender del todo y, de esta manera, en el transcurso de una sobremesa intercambió con el profesor unas palabras algo subidas de tono y forma. Ante este y otros requerimientos, el profesor Neftalí siempre argüía que –«Simplemente se trataba de una novela de ficción que, de manera casi circunstancial y anecdótica, había tomado como referencia el entorno del bar. Bajo ningún concepto, los personajes allí descritos habían necesariamente de corresponderse con tantos y tantos que, a modo de pura y recurrente casualidad, podían sentirse reflejados en ellos. Esto es simplemente un ejercicio novelado, sin mayores pretensiones que las de dar rienda suelta a mis necesidades expresivas…» — Pero aquellas razonadas explicaciones no llegaron a convencer a nadie, máxime cuando incluso los personajes del libro eran bautizados exactamente con el mismo patronímico que en la realidad. De esta forma, mi padre, Caesar Imperator, era mencionado igualmente como Caesar Imperator, Murillo como Murillo, Paco el taxista como Paco el taxista… Así, desde luego, quedaba muy poco margen para la duda. Sin embargo, para quien esto escribe, aquel trabajo fue el mejor libro escrito nunca por el profesor Neftalí, un extraordinario ensayo que lamentablemente no pasó de tener una reducida difusión exclusivamente centralizada en el entorno del madrileño barrio de Salamanca. Además, ha sido el único libro que se ha escrito hasta ahora sobre el bar de mi padre… De momento. Desgraciadamente, y en uno de los descuidos más torpes que he cometido en toda mi vida, el único ejemplar que conservaba se extravió durante una de mis muchas mudanzas de piso. Cada vez que me encuentro por el barrio con Paco, el taxista, me pregunta por el dichoso libro y no sé ya cómo confesarle que lo he perdido y que ya no conozco a nadie que pueda poseerlo. De todas formas, le he dado la dirección de un bar virtual de copas por si le sirve de consuelo…

 Doy fe de que una de las ocasiones donde pude observar más triste y desconsolado a mi padre fue cuando, hace ya más de dos décadas, le comunicaron que el profesor Neftalí había fallecido repentinamente en su tierra. Es muy posible que en algún lejano rincón del universo se encuentren los dos charlando de religión y preguntándole al primer ángel que vean pasar:  –«Disculpe, señor ángel. Es que tenemos una discusión mi amigo don Caesar Imperator y yo y tal vez usted nos pueda dar alguna respuesta. ¿Nos podría decir cuál es su sexo?»–