Voy paseando por la calle del Conde de Peñalver, posiblemente la travesía urbana más paradigmática del peculiar barrio de Salamanca, esto es, con mayor número de venerables (y no tan venerables) ancianitos por metro cuadrado, y me encuentro con mi buena amiga Azucena, mujer de expresión poética que en absoluto delata su nervioso espíritu. Parece visiblemente alterada. Me comenta que acaba de asistir a una junta de vecinos del bloque donde habita y que el presidente de la comunidad, muy vivo él, ha solicitado una cantidad nada desdeñable de dinero en concepto de «gastos de representación». Pago mensual y en efectivo. Como ningún otro vecino desea cumplimentar con esa obligación, han decidido, por mayoría, que el tipo siga en el cargo y han aceptado sus monetarias pretensiones. Dudo que sea legal. Azucena se muestra indignada.  — «Mira, Leiter; a mí es que estas cosas me sacan de quicio. Ese sinvergüenza hace y deshace a su antojo, se lleva comisiones por todas las reparaciones comunitarias y, encima, pide un sueldo. ¡Vaya caradura! Pero a mí me va a oír. Voy a ir a su casa y le voy a decir: ¿Pero tú quién demonios te has creído que eres aquí? ¿Acaso el rey del mambo?» —. Azucena alza el tono de voz.  — «Tú eres un canalla que se lo está llevando por la jeta. ¿De verdad piensas que yo también soy gilipollas? ¿Te crees que no sé cuánto te llevaste de comisión por encargar a esos amigos tuyos la reforma de la fachada?» –. La gente que pasa a nuestro alrededor se nos queda mirando. Empiezo a sentirme un poco incómodo. Y Azucena prosigue con su desahogado relato:  — «De verdad, Leiter, es que es un desgraciado el tío ese… Pero ¡Con buena ha ido a dar! ¡No sabe quién soy yo! Esta misma noche subo a su casa y le digo: Pero ¿Cómo puedes tener tanto rostro?» –. Azucena vuelve a levantar el tono de voz.  — «Como me entere de que cobras un duro por ejercer la presidencia te pongo una denuncia en comisaría. ¡Tú eres un jeta y un aprovechado!» –. Azucena, incluso, empieza a apuntarme con el dedo, en pleno desenfreno narrativo.  «… Y cada vez que se vaya a acometer una obra quiero y exijo ver todos los presupuestos. Se te acabó eso de que tienes un conocido que nos va a llevar muy poco. ¡Ladrón! ¡A saber la cantidad de dinero que habrás robado de la finca en comisiones!». Me ruborizo. La gente no deja de mirarnos y algunos hasta menean la cabeza al verme. Con la mano, intento calmar a Azucena y me ha de rogar para que, por favor, no me relate así sus vivencias, que parece que es a mí, precisamente, a quién está echando la bronca. Azucena me interrumpe, sonríe… Pero nada; no se entera.  — «Que sí, Leiter, que yo soy muy buenaza hasta que un tío de esos me toca la fibra… Mira, al salir, me he cruzado con él y le he dicho, claramente: ¿Pero tú te crees que porque sólo vivan viejos en esta comunidad vas a poder abusar de ellos?» — Azucena vuelve, irremediablemente, a elevar el tono de voz.  «¡Que poca vergüenza tienes! No me extraña ni que tu mujer ni tus hijos quieran saber nada de ti. ¡Eres un mierda! Pero, ¡Ojo!, que yo tengo abogados, eh, y Ay de ti como yo me entere de que falta un céntimo en las cuentas. ¡Te juro que te meto en la cárcel!» –. Se formó algún corrillo junto a nosotros. Yo me sentía totalmente abochornado. Imaginaba que todo el mundo estaría pensando: Vaya rapapolvo que le está echando la mujer al pollo ese. Normal. Fíjate, si hasta tiene cara de mala persona. Y le ha amenazado la mujer con denunciarle. Seguro que es un maltratador; o un traficante; o uno de la ETA… ¡Menudo sinvergüenza!

 En determinadas ocasiones, cuando exponemos algún relato a nuestro interlocutor, tenemos la costumbre de levantar un escenario virtual donde, a modo de grandes intérpretes, sacamos a relucir nuestras dotes dramáticas, con alocuciones en primera persona del presente que dan forma a nuestro preestablecido guión mental. Utilizamos a nuestro receptor como una mera representación de la subliminal e hipotética conversación que quizá ya haya tenido lugar o tal vez no, sirviéndonos, en este último caso, para liberarnos de la más que lógica frustración de unos deseos que se quedaron en el limbo y que, posiblemente, no seamos capaces de articular con tanta naturalidad si afrontamos tal referida situación en su cruda realidad. Si nos valemos de estos recursos para la elaboración de nuestro discurso en ámbitos de estricta intimidad, no existe el más mínimo problema. Pero otro asunto bien distinto es que en plena vía pública apliquemos tan elocuente teatralidad. Podemos dejar en apuros a nuestro infeliz interlocutor, máxime si adolece de cierta timidez existencial.