¿Hasta qué punto estamos los ciudadanos capacitados para votar?
Es de sobra conocido que vivimos tiempos en los que las distintas formaciones políticas de los países pretendidamente democráticos buscan, mediante un lenguaje cargado de fuertes connotaciones demagógicas y populistas, acaparar como sea el voto de un sector de la población mayoritariamente apocado y de escasos recursos culturales e intelectuales. De ahí, y dado que la contracultura invade con preocupante progresión los ámbitos de unas sociedades más ocupadas en los beneficios materiales que en los humanísticos –tesitura que no debiera ser incompatible por definición — la proliferación de gobernantes y políticos de dudosa capacidad y no menos compromiso para el elevado ejercicio de su profesión.
Consecuencia directa de este círculo vicioso es el embrutecimiento paulatino de unas sociedades a las que la venda de la ignorancia les impide ver con claridad las actitudes personalistas de sus gobernantes, más proclives a servirse del estado como medio de enriquecimiento personal que a servir al estado como virtud por la que resultaron elegidos. Y no deja de ser un contrasentido que el sentir general de la población converge en la idea comúnmente aceptada de que sus representantes políticos no son, lo que se dice, un modelo de coherencia y que la mediocridad es una característica muy extendida en los referidos servidores públicos.
Votar en democracia
La Democracia, como tradicional sistema que faculta al conjunto de la ciudadanía el derecho a expresar y decidir sus preferencias políticas, no es ajena a los nuevos condicionamientos sociológicos que, en el peor de los casos, tratan de desvirtuar la justa finalidad de sus nobles pretensiones. Un sistema político con una trayectoria histórica de más de dos mil años no puede permanecer anquilosado con el devenir de los tiempos y requiere de puntuales reformas que sirvan para perpetuar el concepto teleológico del mismo y, paralelamente, que impidan su desnaturalización y el acaparamiento que ciertos grupos fácticos de poder intentan mediante el continuo bombardeo mediático al uso — que alevosamente tergiversa la información por la opinión interesada — y la apelación a la más simple superficialidad de las cuestiones complejas y profundas que afectan de sobremanera a la sociedad,
Para evitar en lo posible estos insanos desempeños, no veo descabellada la sugerente idea que propone que el derecho al voto sea adquirido mediante una prueba o examen de carácter oficial que certifique unos mínimos conocimientos en el sujeto relativos a las instituciones del estado y sus interrelaciones; a aspectos básicos de la constitución u otras normas fundamentales por las que la nación se haya de regir; a nociones elementales sobre los distintos poderes que configuran la base de cualquier estado democrático; y, en definitiva, de todo elemento de juicio susceptible de conformar los diferentes sustratos de un estado de derecho.
Con ello, la calidad democrática de una nación adquiriría cotas de magnificencia y los recurrentes usos al populismo que acaban por perturbar las capacidades críticas del electorado y que desfiguran la realidad de las situaciones terminarían por caer en el olvido. Esta polémica teoría, peligrosa y muy difícil de ser llevada a la práctica, encierra una espinosa cuestión: Si exigimos un mínimo de capacidad a nuestros políticos, ¿Qué porcentaje de ciudadanos sabe realmente a qué está votando? ¿Es lógico que un individuo aquejado de severas deficiencias mentales sea llevado a votar por sus parientes — en una clara y consciente manipulación inductora — como puede verse con facilidad en algunas citas electorales? ¿Sería responsable que todos los que se compran un coche pudieran circular sin haber obtenido el permiso de conducir?