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 Desde siempre he sentido un profundo respeto por todo lo relacionado con la muerte, ineludible suceso que acompaña a todo ser viviente desde el mismo instante de su alumbramiento, acrecentado, si cabe, por las historias y relatos que desde muy niño pude escuchar de labios de doña Lola, la incombustible portera del inmueble donde se ubicaba la casa de mis padres, y que estaban referidos en mayor medida al entorno geográfico de su bellísima tierra murciana. Siendo apenas un crío, pasaba muchas veladas en casa de doña Lola, mujer que asistió a mi nacimiento y que me adoptó como a un hijo, dada la buena amistad que desde siempre mantuvo con mi madre y que hoy en día aún perdura. Recuerdo que cada vez que me encontraba en su casa y, por diversos motivos, salía el tema de la muerte, doña Lola, de la manera más sarcástica posible, se arrancaba con un discurso que generalmente empezaba así:  –«¡Ay, pijo! A mí que me quemen cuando me muera… Yo no quiero ir al hoyo, no sea que me pase lo que a la Campanera, que al ir a desenterrarla años después se encontraron con toda la cajica arañada… ¡Mira tú si el pijo! ¡Como que la enterraron aún con vida!» — No sé qué estimulantes efectos pedagógicos podrían tener los contenidos de aquellas macabras conversaciones en un niño de apenas diez años, como era mi caso, pero doña Lola, observando mi aterrada cara de infantiles circunstancias, me cogía del brazo y me decía: –«Tú, tranquilico, hijo mío, que no te vas a morir hasta dentro de cien años, por lo menos. Estás bendecido por estas manos que te vieron nacer y que te encomendaron a la Virgen de las Maravillas de mi pueblo…» —  Pero tanto se animaban aquella mortuorias tertulias que Mary, la hija de doña Lola, solía continuar con el relato de otras anécdotas por el estilo:  –«Ande, madre ¿No se acuerda usted de lo que contaba la yaya, a quién Dios tenga en su Gloria, sobre aquel fulano que se ahogó en el Cenajo? ¡Mira tú que ir a ponerle en el ataúd con los tirantes del pantalón! ¡Ay la que se armó!» —  Intrigado por la repentina carcajada de Mary, acompasada por un batir de palmas, no dudé en preguntar:  –«Pero, ¡Qué es lo que ocurrió?» — Fue doña Lola, conteniendo las risotadas a duras penas, quién prosiguió con el relato:  –«Pues eso, nene. Que al muerto lo dejaron en la habitación de cuerpo presente y los que estaban de velatorio se retiraron a un cuarto contiguo a merendar. Se ve que el muerto, con los gases y al irse agarrotando, fue estirando los tirantes de tal forma que poquico a poco se fue incorporando. ¡Mira! En esto que acaban de merendar los allegados y vuelven al cuarto del velatorio… ¡Allí estaba el fulano sentado sobre la caja, más tieso que un alpargate!»–  Aunque yo no le sacaba la gracia a esa terrorífica historieta, con muchos visos de ser más una leyenda rural que otra cosa, acababa por unirme a las carcajadas de doña Lola y de Mary, mujeres que disfrutaban con la sordidez de este tipo de lúgubres relatos. Pero doña Lola siempre tenía preparado el correspondiente antídoto: –«Tú, tranquilico, hijo mío, que estás bendecido… ¡Pero si te he visto nacer! ¡Ay, lo malica que estaba tu madre aquella tarde! ¡Tuvimos que tomar un taxi para ir al hospital! … Y el zanguango de tu padre ahí, con toda su seta trabajando en el bar mientras que su mujer se moría del parto… ¡Ay, qué huevón que es este hombre con el pijo del bar! ¡María Santísima!»–  Fuera de estos surrealistas episodios narrados por doña Lola, más tarde y durante algún tiempo, llegué a obsesionarme del todo con el tema de la muerte, sufriendo numerosas pesadillas en las que me veía a mí mismo protagonizando el penoso trance del óbito. La sensación de angustia que llegué a sentir en aquellos escalofriantes sueños era tal que no pocas veces me desperté de madrugada alterado, sudoroso y con el corazón inquietantemente revolucionado. Aquella época coincidió con una grave crisis emocional que padecí por diversos motivos aunque, afortunadamente, pronto se esfumaron esos necrológicos pensamientos de mi mente, adoptando hoy en día el principio sofista de que «La muerte es algo que no ha de preocuparnos: Mientras vivimos, permanece lejana a nosotros. Y, cuando irremediablemente llega y se instala, nosotros ya no existimos». Pero, en determinadas ocasiones, las escenas y estampas mortuorias parecen perseguirme allá donde voy. No hace mucho que me ocurrió esta inexplicable secuencia de episodios que paso a relataros.

 Ya durante aquella misma noche había soñado con un buen amigo que desgraciadamente había fallecido años atrás como consecuencia de un repentino infarto. Pienso que cuando alguien ya fallecido protagoniza alguno de nuestros sueños, en cierto modo, le estamos devolviendo a la vida, aunque sólo sea en el estrecho mundo de nuestras sensaciones oníricas más íntimas. De esta forma, al despertarme, sentí un profundo abatimiento al constatar que aquella imagen virtual de mi apreciado y coetáneo amigo no había sido sino un fugaz sueño aunque, en el transcurso del mismo, no me había percatado de que aquel buen hombre con quién había estado conversando en sueños ya había fallecido. La soleada y reluciente alborada de aquel primaveral sábado invitaba a dar un paseo con la bicicleta, una de mis mayores y más saludables aficiones. Al ir a aparcar la bici junto al bar más cercano a mi edificio con la intención de tomar un reparador primer café me encontré con la siguiente y desoladora leyenda de CERRADO POR DEFUNCIÓN. –«¡Vaya! «–  Sabía que un familiar del dueño estaba atravesando por una delicada situación y me barrunté lo que posteriormente se hubo de confirmar. Descartado ese primer y ceremonioso café, puse rumbo al carril ciclista que parte desde el Parque del Retiro y, una vez en la confluencia, inconscientemente opté por tomar el sentido contrario al mencionado parque. Ya cerca del Pirulí de TVE pensé:  –«Iré a ver a Gema, la hija de Celia, al salón de belleza que regenta en Moratalaz. Se alegrará de verme y podremos tomar un café juntos… O unos vinos si por allí está Fede, su novio» —  Ese ramal ciclista que parte de El Retiro finaliza, tras una dura subida a través del Parque de la Elipa, en el Cementerio de la Almudena, concretamente en el antiguo Arroyo de la Media Legua, hoy rebautizado como Avenida de las Trece Rosas en homenaje a aquellas jóvenes que fueron fusiladas justo en aquel paraje tras finalizar la Guerra Civil. De ahí, tras una vertiginosa y no menos peligrosa bajada en carretera y un giro a la izquierda, comienza el duro y prolongado ascenso hacia el barrio de Moratalaz, una vez sorteada la M-23. En los planes de movilidad ciclista proyectados por el Ayuntamiento de Madrid se contemplaba la idea de unir por carril-bici ese tramo desde el Cementerio hasta Moratalaz para conectar, ya casi a la altura de Vicálvaro, con el flamante y engañoso Anillo Verde Ciclista que circunvala toda la ciudad, evitando así la peligrosa bajada antes aludida. Ante mi curiosidad por descubrir por dónde se podrían hacer las obras de dicho ramal y debido a que todavía era un poco temprano, atravesé la Avenida de las Trece Rosas y comencé a rodar por un sendero que discurría en paralelo junto a la tapia oriental del enorme camposanto. Al ir en bajada, y pese a lo abrupto y escarpado del terreno, me fui animando con la intención de encontrar una salida alternativa que fuese a dar con el barrio de Moratalaz, algo que intuía al contemplar muy a lo lejos la inconfundible silueta de otro ciclista. Aún siendo una mañana soleada, el viento soplaba con relativa fuerza, agitando los matorrales que rodeaban aquella estrecha vereda. Desde la bici, podía ver sin dificultad toda la infinita hilera de tumbas y nichos que hacían de este cementerio uno de los mayores de toda Europa. De pronto, observé como delante de mí y salvando la tapia del camposanto, un extraño objeto alargado y de color corinto que revoloteaba por los aires fue a parar junto al manillar de mi bicicleta, provocándome un extraordinario susto al pensar que podía ser un bicharraco raro de esos que sólo se ven junto a estos sitios tan poco acogedores. Sin embargo, tal «bicho» no era sino una cinta funeraria que, sin duda, el viento habría arrancado de alguna corona de flores perteneciente a sabe Dios qué infeliz y perpetuamente alojado huésped del camposanto. En la misma, se podía leer: TUS HIJOS, NIETOS Y FAMILIA TE QUIEREN. Ya más calmado, me pareció tan curioso aquel inesperado encuentro que, sin saber aún por qué motivo, doblé la cinta y la guardé en un bolsillo de mi pantalón de chándal, para proseguir a continuación con aquella travesía que me estaba resultando mucho más incómoda de lo previsto inicialmente debido a la paulatina mayor accidentalidad del terreno, tanta que llegó un momento donde me tuve que bajar de la bici y seguir a pie con ella ante la imposibilidad de rodar sobre unos barrizales que frenaban en seco las ruedas y que por poco no dieron de bruces conmigo en el suelo.

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Intersección del carril-bici entre las calles de O´Donell y Fernán González.

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Mi Rockrider aparcada en las cercanías del famoso Pirulí de RTVE

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El Pirulí de RTVE desde su base

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El carril-bici atravesando el Parque de la Elipa. Curva en bajada a izquierda muy peligrosa

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Bajada del Arroyo de la Media Legua; al fondo, Moratalaz

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Tapia oriental del Cementerio de la Almudena. Junto a la misma y en paralelo, se puede apreciar el sendero por donde me metí con la bici

 Tras una ascensión, observé como venían a mi encuentro dos jóvenes muchachos de raza gitana, a juzgar por sus inconfundibles rasgos. Lo apartado de aquel paraje unido a mi estúpido e injustificable prejuicio social, provocaron mi alarma, y mucho más cuando a pocos metros de distancia pude escuchar la siguiente frase: –«¡Andá, qué bici más chula…!»–  Ya en el irremediable e insalvable encuentro, aquellos dos jóvenes, con evidentes síntomas de ir bajo los efectos de alguna sustancia psicotrópica, me espetaron entre unas desenfadadas risotadas que aceleraron mi medroso ánimo: –«Anda, payo… Regálame la bici… Pa mis niños…» —  Uno de ellos posó la mano sobre el manillar mientras que el otro, con una indescriptible expresión nebulosa en sus ojos que llegó a descomponerme del todo, insistía en su plática: –«Venga, payo… Huy qué bici más chula… Mira, primo, lleva reloj… ¡Y un espejo! Anda, payo, dámela pa que jueguen mis niños…»–  Llegué a preocuparme, no ya por la bici, a la que daba por perdida, sino por mi integridad física. Después de la bici supuse que le llegaría el turno a la cartera, a mi reloj, al teléfono móvil, al casco… Para que jugasen sus niños también, claro. Aquellos jóvenes, que rondarían la veintena de años, estaban totalmente fuera de sí y yo, por desgracia, siempre he sido muy cobarde para este tipo de enmiendas, de tal forma que noté como las piernas me empezaron a temblar sin yo quererlo, de la misma forma que en los tiempos de mi niñez, cuando el padre Eusebio me ordenaba salir a la pizarra en clase de matemáticas… Con todo, tiré del único recurso que me quedaba en aquellos difíciles momentos, mis dotes teatrales, muy pulidas por el reiterado uso que hube de hacer de las mismas en los referidos tiempos del padre Eusebio para evitar su cólera ante mi incapacidad de asimilar la geometría de Euclides. No tenía ya nada que perder en aquellas complicadas circunstancias, así que respiré profundamente y… –«Señores, por favor» — Dije con toda la gravedad posible de mi voz y enmascarando mi nerviosismo tras las graduadas gafas de sol — «Ayer enterré a mi padre aquí y hoy, dando un paseo con la bici, no he podido evitar el acudir a visitar de nuevo su tumba» — En este instante, saqué de mi bolsillo la cinta funeraria — «No me encuentro muy bien en estos delicados momentos, como ustedes comprenderán, así que les ruego me permitan continuar. No quiero dejar mucho tiempo sola a mi pobre madre…»– Fue verdaderamente milagroso. Los gitanillos, al ver la cinta, se echaron hacia atrás  –«¡Huy…Lagarto, primo, lagarto!  ¡Tira de aquí, payo! ¡Venga, tira de aquí!»–  Yo sabía que los gitanos son especialmente sensibles hacia todo lo relacionado con la parafernalia mortuoria pero nunca pensé que fuese para tanto. Obviamente, seguí sus indicaciones y «tiré» de allí pitando, aunque tratando de no correr para evitar suspicacias. Salvando una loma e incorporándome de nuevo a la bici, se me subió la adrenalina al escuchar a lo lejos: –«¡Eh, payo! ¡Qué le acompaño en el sentimiento, eh! ¡Perdone que no le haya dicho na…!»–

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La bici «engalanada» con la misteriosa cinta funeraria que fue a mi encuentro. Espero que no sea un funesto presagio…

Este delirante y surrealista episodio ha sido narrado tal y como me sucedió. La escena tuvo lugar la mañana del 26 de mayo de 2007, fecha del X aniversario del fallecimiento de mi padre.