el-angel-caido

 Apareció por el barrio arrastrando una pesada maleta y ya nunca volvió a salir del mismo. Neus, la treintañera morena, menuda y algo atacada de cintura para abajo, descuidada tanto en sus atuendos como en sus formas, aunque con una sonrisa dulce como la miel, adolecía de un doble problema, no ya por el hecho conceptual, muy respetable, sino más bien por el derroche de sinceridad con que lo afrontaba: Por una parte, a Neus le encantaban los bares, tabernas y todo tipo de local de similares características; y por otra parte, sentía auténtica devoción, no muy espiritual que se dijera, por el género masculino. Y era que Neus, recién llegada desde su pueblo manchego, quizás no había llegado a asimilar aún los imprescindibles códigos de conducta para pasar lo más desapercibidamente posible en un barrio de las peculiaridades propias como lo es el del madrileño de Salamanca. De ello no se deriva que los comportamientos francamente abiertos de Neus fuesen intrínsecamente censurables, ni mucho menos, pero dados los condicionantes sociales de un barrio donde no pocos de sus vecinos van los domingos a misa de doce con la resaca de haber pasado la noche anterior en un putiferio, la actitud franca de Neus resultaba, cuanto menos, sospechosa y objeto de todo tipo de maledicentes comentarios, sin contar también que en ocasiones fuese blanco de los arrebatos pasionales de algún que otro pizpireto.  — «Leiter, tú no eres quién para darme conejos. Además, no tengo remedio; me vuelven loca todos los tíos… Ja ja… » — Me comentaba sonriendo en el bar. Allí, precisamente, fue donde conocí a Neus cuando mi padre le ofreció algún que otro trabajillo de cocina a cambio de unos dineros que no le venían nada mal a su maltrecha economía porque Neus, pese a habitar en un piso propiedad de su familia manchega, había venido a Madrid casi con lo puesto. Una noche, ya cerrando el bar, me pidió unas velas prestadas.  — «Leiter, por favor, no se lo digas a nadie… Es que me han cortado la luz.» –. Porque, en efecto, con unas horas ejerciendo de ayudante de cocina en un bar, otras barriendo en otro y alguna extra fregando en un tercero, Neus obtenía unos ingresos que no le llegaban para satisfacer sus necesidades más básicas y, por si no fuese poco, a menudo Neus se conformaba con ser pagada en especie, esto es, con un par de cuba-libres, bebida a la que se aficionó con peligrosa adicción y que favorecía sus impetuosos deseos de pasar las horas muertas en cualquier bar a la espera de un príncipe azul que jamás hubo de llegar. Traté, con mi buen ánimo, de hacerle comprender lo equivocado de sus planteamientos:  — «Neus, creo que te debes buscar un trabajo fijo, aunque sea de camarera; pero lo que no puedes es perder el tiempo acodada en la barra de un bar y, encima, pegándole al frasco. Estás ya muy quemada en el barrio y así no vas a encontrar nunca empleo estable, ni mucho menos, una pareja sentimental a tu medida. Sabes perfectamente qué tipo de intenciones tienen todos esos tipejos que te dan conversación… » –. Neus, con esa tierna sonrisa que por momentos iluminaba su decaído rostro, me replicaba:  — «¿Qué sabrás tú de esas cosas, Leiter? Además, ya sé de sobra que esos tipos que se me acercan sólo buscan rollo pasajero conmigo… ¿Y qué? La verdad es que muchos de ellos están buenísimos…» —. Decididamente, Neus se comportaba de una manera tan tremendamente inocente y sincera que no pocas frustraciones y desengaños amorosos hubo de padecer. Como se cantaba en aquella inolvidable copla, Neus iba de mano en mano pero nadie se decantaba finalmente por ella, luego de un momentáneo y placentero instante. Aunque, la verdad sea dicha, a Neus nunca la vi exteriorizar públicamente sus sentimientos y posteriores confirmaciones de los mismos con nadie, asunto que provocaba incluso que los rumores y dimes y diretes sobre ella se exagerasen hasta extremos intolerables. En una ocasión, recuerdo que discutí con un cliente del bar que aludió a Neus como «La putilla del barrio».  — «Perdone que le diga, señor, pero yo jamás he visto a Neus en situaciones semejantes a las que usted se refiere.» –. El cliente, con ademanes marcadamente soberbios, me contestó:  — «Oiga usted, joven, yo sé muy bien lo que digo. Esa Neus es una vulgar putilla barata y… » –. En verdad, me entristecían aquellos comentarios por manifiestamente injustos. Cierto que Neus ligoteaba con unos y otros pero de ahí a ejercer la prostitución mediaba un mundo. Neus nunca pidió dinero a nadie, si acaso a que le invitasen a una copa, pero jamás dinero. Y si se enrollaba con algún paisano era única y exclusivamente porque le gustaba, como le ocurría con casi todos los hombres, excepción hecha de mí, claro está…

 Ocurrió aquel verano cuando, para ganarme unos duros que me venían muy bien para adquirir discos y partituras, decidí hacerme cargo del pub Joc a cambio de un fijo más unas comisiones sobre venta en caja. Abría todos los días el local a eso de las ocho de la tarde y cerraba cuando los clientes me dejaban, no antes de las cinco o seis de la mañana, hora lógica si tenemos en cuenta que en pleno agosto abundaban — Y siguen abundando — los llamados «Rodríguez», tan aburridos en su soledad que no tenían mejor remedio de pasar largas horas en el pub bebiendo y esperando la oportunidad de echar una canita al aire, además de lo confortable que resultaba en esas fechas el potente aire acondicionado del local. Como yo también tenía que hacerme cargo de la limpieza diaria subcontraté a Neus para tal menester y de esta forma, a las seis de la tarde, nos encontrábamos a solas en el Joc para ir preparando todo con vistas a abrir al público dos horas más tarde. Durante una de esas rutinarias jornadas Neus se empeñó en que le sirviera un cuba-libre «Que hace mucho calor con todo esto cerrado… Y encima estamos en un sótano.» – Intenté hacerla desistir de tal pretensión:  — «Neus, a mí me da igual servirte un pelotazo. Total, de eso no se va a enterar el jefe. Pero ya sabes que el alcohol te sienta mal y te deprime. Y luego, tras la euforia, te pones a llorar maldiciendo tu mala estrella.» –. Mas, tanto me insistió que no tuve más remedio que ceder.  — «Bueno, como tú quieras. Anda, pasa tú misma a la barra y sírvetelo. Y ya de paso me pones a mi otro.» –. Una vez que Neus hubo preparado los combinados, nos recostamos en un sofá que hacía las veces de rinconera en el local. Habíamos terminado con las labores previas mucho antes de lo que era habitual y todavía nos quedaban unos tres cuartos de hora para el momento de abrir al público. Tal vez fuese por los cubatas, tal vez por los calores del verano, tal vez por mis ardores de juventud…  — «Neus, ¿Sabes que todavía no me he acostado con ninguna chica?» –. Luego le puse mi mano rodeando su cuello y, tras unos románticos diálogos, Neus se levantó como un resorte y me soltó:  — «Oye, Leiter, si tienes ganas de eso ya sabes lo que tienes que hacer: Te bajas la cremallera de la bragueta y… ¡Hala, tú mismo! ¡Joder con el niñato este! ¡Estás más salido que tu padre!» –. Me puse pálido. — «¿Cómo dices?» –.– «Nada, nada, cosas mías, Leiter» –. Sintiéndome avergonzado del todo, intenté pedirle disculpas:  — «Lo siento, Neus. ¡Vaya mierda! Reconozco que me he dejado influir por los comentarios que hacen sobre ti en el barrio… » –. Pero Neus me sonrió con tal lirismo que me la quise comer allí mismo.  — «Ya lo sé, Leiter. Y también sé que tú me aprecias de veras y que muchas veces has salido en mi defensa. Pero no por eso pretenderás que te lo haga aquí mismo, como si tal cosa… ¡Pero si eres un crío todavía! Ya te llegará el momento… Además, tienes unos ojos muy bonitos…» –. Esta última frase me confundió y volví a la carga:  — «Anda, por favor, dame un beso, Neus» –.– «¡Vete a la mierda, gilipollas!» — Para añadir seguidamente — «Y espabila que nos dan las ocho y no has puesto aún los servilleteros en las mesas.» –. Cuando me estaba incorporando de la rinconera tuve que frotarme los ojos ante la insólita visión que hube de contemplar: Allí estaba, frente a mí, Neus con sus hermosos pechos desnudos y al aire, dispuesta a colocarse una camiseta.  — «Pero… ¿Qué haces, Neus?»–. Neus compuso una expresión de extrañeza y me contestó airada:  — «¡Joder, Leiter! ¿Es qué nunca has visto al natural los pechos de una mujer? Como podrás comprender, no voy a pasar a cambiarme a los lavabos ahora que los acabo de fregar… »  –. No sé si esta escena tuvo algo que ver con el posterior desarrollo de la jornada laboral pero lo cierto fue que durante la tarde-noche rompí hasta dos vasos y llegué bastante bolinga a casa. Aquella relación laboral que mantuve con Neus fue tan frágil como efímera. Pese a mis advertencias, Neus pasó de servirse una copa diaria a dos, e incluso, tres y una tarde se me presentó llorando a lágrima viva y con un aliento que delataba recientes encuentros espirituosos. Durante el puente de agosto y luego de telefonear a Sebito, el dueño del Joc, decidí tomarme dos días de descanso debido a la poca afluencia de público. Esto le sentó como un tiro a Neus, quién me acusó de robarle su pan y otras lindezas por el estilo, por más que intenté explicarle que ella cobraría igualmente esos dos días no trabajados. Se enfadó mucho y ya no volvió más por el Joc, teniéndome que encargar yo también de la limpieza. Bueno, la verdad es que vino una noche, ya a punto de acabar el mes, acompañada de un individuo de ojos claros y bigote rubio. Tras saludarme con mucha frialdad y pedirme dos cuba-libres, Neus se sentó con el sujeto aquel en la misma rinconera donde días antes yo había sido tan descortés con ella. Al rato se besaron. Cuando el hombre aquel se vino a la barra para abonar las consumiciones le comenté que, de parte mía, estaban invitados a otra copa, si así lo querían. Neus me regaló una bellísima sonrisa desde el fondo y me lanzó un beso mediante la palma de su mano. Por lo menos, aquella noche, Neus y yo volvimos a ser amigos.

 Pasaron unos meses y una mañana observé como Neus parecía haber ganado peso de forma considerable. A los pocos días mis sospechas se vieron del todo confirmadas:  — «Estoy embarazada, Leiter.» —. Neus siempre se mantuvo discreta con respecto a la identidad del padre y nadie supo jamás quién fue. Siempre tuve la mosca detrás de la oreja con cierto personaje que pululaba periódicamente por el barrio y así se lo hice saber a Neus, quién me lo negó bajando la cabeza y sonriendo. Tras un período de embarazo que presentó alguna que otra dificultad, finalmente Neus dio a luz a un precioso niño de quién tuvo que encargarse a solas ya que del padre, como suele ser habitual en esas tesituras, nunca más se supo. Aquello llegó a ser un verdadero problema ya que tanto la situación económica de Neus como su estado emocional no eran del todo satisfactorios y, por si ya eso no fuese bastante, Neus se agarró una depresión tan fuerte que provocó que la criatura, en numerosas ocasiones, se encontrara peligrosamente desamparada. La situación se salió de madre y algunos vecinos de su bloque, alarmados por los extraños e intolerables comportamientos de Neus, avisaron a las autoridades judiciales pertinentes quienes, en un visto y no visto, le quitaron la custodia del niño. Aquello acabó por hundir más en su depresión a Neus, estado al que se le sumó un terrible sentimiento de culpa. La situación de Neus comenzó a degenerar a pasos agigantados, descuidándose por completo y llegando incluso a raparse voluntariamente el pelo al uno. Neus se arrastraba de bar en bar con la soledad propia de quién se siente abandonado por una sociedad que no entiende de calamidades ajenas. A veces, Neus hablaba consigo mismo, ajena al mundo que le rodeaba. Su sistema nervioso dio síntomas de preocupante deterioro y Neus empezó a padecer un extraño movimiento reflejo que consistía en dar un paso hacia adelante y otro hacia atrás mientras dialogaba, como si estuviese bailando una conga, síndrome que aún hoy en día no se le ha curado del todo. Una noche observé como Neus estaba sola y llorando en silencio en El Paraíso, el bar de Boni. Traté de dialogar con ella:  — «Neus, así nunca vas a poder recuperar a tu hijo. Deja de frecuentar los bares, por el amor de Dios, y abandona la bebida.»  –. Neus me soltó un manotazo y, con las pocas fuerzas que aún le quedaban, me contestó:  — ¡Cállate, Satanás! Toda esta puta vida se reduce a Mundo, Demonio y Carne; y tú representas El Demonio. ¡Lárgate!» —. Me dolieron mucho las palabras de Neus aunque no tuve más remedio que admitir que la pobre estaba francamente mal, llegándome a temer lo peor para ella… Y, sin embargo, Neus acabó recuperándose y dejó por completo la bebida. Un día la vi sonreír; y al siguiente la volví a ver, esta vez con un precioso niño de cabellos muy rizados. Neus recuperó la custodia, aunque con minuciosos y estrictos controles. Fue entonces cuando me enteré de que al niño lo habían estado cuidando los padres de Neus en su pueblo manchego.

 Han pasado los años y Neus sigue conservando esa preciosa sonrisa repleta de bondad y tierna inocencia. El destino parece haberla correspondido con justicia ya que conoció a un hombre que regenta un bar y que, al parecer, ha demostrado querer a Neus más allá de los iniciales escarceos del amor fogoso. Neus colabora con él en las tareas del bar y juntos luchan por sacar el negocio adelante. Se la ve siempre aseada y con el cabello muy cuidado y brillante. Si nos cruzamos por la calle, siempre me concede un minuto de su tiempo y me regala, además, la más bella de sus sonrisas. Pienso que, a pesar de que todavía se ve aquejada de algún problema de tipo nervioso que le hace depender de unas cuantas pastillas diarias, Neus es feliz y por fin se siente amada. Tanto le gustaban los bares que acabó regentando un negocio que, de alguna manera y con permiso del que es su compañero desde hace algunos años, puede considerar como suyo propio. Al final, y felizmente, la moneda no resultó ser tan falsa como inicialmente daba la impresión. Neus, durante una época de su vida, fue víctima de su propia bondad. Decididamente, en ocasiones, la vida acaba haciendo justicia con las personas de buen y gran corazón.