* Fresco
* 200 x 185 Cms
* Realizado hacia 1304-1306
* Ubicado en la Capilla de los Scrovegni, Padua
Generalmente, se ha venido rechazando por los especialistas el paso de Giotto por el taller de Cimabue aunque, de todas modos, parece muy evidente que Giotto conoció el arte de Cimabue y que dicho pintor está presente en la obra de Giotto, al menos por contraposición. Aún contemplando el carácter innovador del arte de Giotto — amplificado hasta la exageración por Vasari — hemos de apreciar su indudable singularidad pictórica dentro de los parámetros artísticos de la época. Porque Giotto, en buena medida, tuvo la fortuna de contar con una inmejorable prensa: Para Petrarca, Giotto era, en términos artísticos, el primero de su tiempo; para Bocaccio, es el pintor de la perfección, recurriendo al tópico del engaño de lo pintado con lo vivo; para Ghiberti, Giotto fundió lo griego y lo latino en lo moderno; finalmente, para el propio Vasari, el arte de Giotto es un verdadero milagro.
De lo poco que en la actualidad sabemos sobre los orígenes de uno de los pintores más importantes de la historia del arte occidental, conocemos, mediante el ciclo franciscano de Asís, a un creador ya artísticamente maduro. En esta serie de frescos — no todos ejecutados por la propia mano del artista — vemos ya los rasgos fundamentales que definen su magisterio pictórico: Fondos arquitectónicos dispuestos de manera escenográfica para intentar crear un espacio unitario dramático; el ingenioso recurso de plasmar artificiosos elementos horizontales para intentar resaltar la unidad poemática del ciclo; y, por último, la íntima decoración que flanquea cada una de las escenas, para intentar resaltar la unidad de las mismas dentro del todo unitario. Pero, sin duda, la característica más importante que ya se aprecia en esta serie de frescos es el valor expresivo del gesto, reforzando las relaciones espaciales y desplegando la tensión dramática.
Si, como acabamos de comentar, en las escenas franciscanas de Asís se aprecia ya la esencia del arte de Giotto, va a ser en la decoración al fresco de la Capilla de los Scrovegni donde el artista va a desarrollar todos estos recursos, convirtiéndose este conjunto en la obra cumbre del autor. Dedicada la capilla a la Virgen de la Anunciación, tanto los muros laterales como el arco central se van a cubrir con episodios de la vida de María y de Cristo, desde «La expulsión de San Joaquín del Templo» hasta «Pentecostés«. El muro de ingreso se reserva para el «Juicio Final» y en el cañón de la bóveda van a presidir los bustos de Jesús y de la Virgen, en sendos medallones, rodeados de otros con bustos de profetas. El muro se trata como mero soporte de la pintura, con imitados zócalos de mármol con relieves alegóricos de Vicios y Virtudes, superponiendo los compartimentos historiados en tres fajas que se conciben como verdaderos cuadros con sus marcos. La grandiosa monumentalidad del arte de Giotto, revestida por el propio color, se desenvuelve a lo largo de la capilla con un ritmo solemne en el que imperan las reiteraciones simétricas y gestuales.
Tras el viaje que emprendió Giotto a Roma hacia el 1300 y en donde, por encargo del Papa Bonifacio VIII se encargase de decorar en San Juan de Letrán — pinturas que se han perdido en su mayoría — Giotto marcha hasta Padua en 1302, luego de haber asombrado a la curia romana por sus habilidades al ser capaz de trazar a la perfección un círculo sin valerse de un compás u otros rudimentos. La razón de este viaje no fue otra que la de acometer las historias franciscanas y, sobre todo, decorar en su plena madurez la Capilla de los Scrovegni. Al parecer, y fruto de estos trabajos, Giotto entabló una profunda amistad con Enrico Scrovegni, el omnipotente señor de Padua, que en prueba de su afecto hizo al artista partícipe de los privilegios de la Orden de los Caballeros Gozosos, a cuya cabeza estaba el propio Enrico. También allí conoció a Dante, exiliado en Padua por motivos políticos, con quien también el pintor entabló una enorme amistad que se vio incluso reflejada en La Divina Comedia.
En La Presentación de la Virgen en el templo, Giotto repite los mismos elementos arquitectónicos que pueden contemplarse en La Expulsión de San Joaquín, a fin de indicar que ambas historias se desarrollan en el mismo lugar, aunque en el fresco que aquí nos ocupa el cerramiento del mármol, el púlpito y el cimborrio ofrecen distintos puntos de vista y articulación que en el fresco anteriormente mencionado. El fresco plasma el momento en que la Virgen fue conducida al Templo con tan sólo tres años de edad, asombrando a todos los presentes al ser capaz de subir los quince peldaños de la escalinata sin la ayuda de nadie. Los personajes se inscriben en una pirámide equilátera que se desborda a la derecha por las construcciones arquitectónicas. La Virgen es una niña de inusitada robustez dentro de sus innegables formas infantiles, destacando junto con sus padres — de perfil — en medio de una mayoría de rostros afrontados. Las masas de color exaltan los valores volumétricos, la solidez de las formas y los planos. El tratamiento que Giotto da a esta escena demuestra la diferencia entre este artista y sus predecesores. Giotto, en contraposición a una concepción un tanto desnaturalizada que de la Virgen solía componer Cimabue, isunfla tanto a María como su madre y el sumo sacerdote de una profundidad psicológica y una verosimilitud que hasta aquel momento había estado ausente en la tradición pictórica occidental. Tales cualidades, aunque son de poca envergadura, bastan para transformar las figuras en personajes con motivos y sentimientos distinguibles y profundamente humanos.
Giotto es uno de los pintores más importantes de la historia del arte. En sus frescos exploró la comunicación de los sentimientos más allá de la retórica de los gestos, lo cual inspiró a otros artistas del Renacimiento. Supo dejar atrás la rígida estilización del arte medieval y abrió nuevos senderos a términos de realismo. No es así de extrañar que Bocaccio, en su Decamerón, escribiera 22 años después de la muerte de Giotto que «el artista de Bondone había resucitado el arte de la pintura».