* Óleo sobre lienzo
* 262 x 307 Cms
* Realizado hacia 1630 ó 1635
* Ubicado en el Museo de Bellas Artes de Sevilla
Dos son las principales características que van a ser constantes en el grueso de la obra de este artista extremeño: El tratamiento básico y simplificado de los volúmenes y la valoración del blanco como color. Ello no sorprende en absoluto si comprobamos que Fuente de Cantos, el pueblo donde vio la luz por primera vez Zurbarán, está constituido por casas blancas de volúmenes compactos, dispuestas a lo largo del quebrado trazado de sus calles. La fisonomía parece tener un carácter ciertamente premonitorio en un artista que ha sido tradicionalmente encasillado como «pintor de frailes», de telas blancas, de volúmenes puros y de ascéticos bodegones. Todo ello, sin dejar de ser cierto, debe ser comprendido en el marco de un contexto más amplio.
La pintura de Zurbarán se inscribe en la perspectiva de un enfoque personal del naturalismo que, como reacción de los convencionalismos un tanto superados del Manierismo, se desarrolla en consonancia con las nuevas funciones que asume la imagen religiosa. Es la propia Iglesia la encargada de asumir un nuevo lenguaje como instrumento idóneo que va a cubrir las exigencias del arte al servicio de la Contrarreforma. Zurbarán es posiblemente el pintor que desarrolla sus posibilidades con mayor profundidad y acierto en relación con el asunto religioso. Su pintura genera un mundo en el que lo sagrado se narra mediante una caracterización de elementos familiares y cotidianos. Desde las flores, utensilios de una mesa o bodegón, muebles, pasando por las telas, panes o frutas, todos estos objetos aparecen retratados comportando un valor religioso y simbólico. Concretamente, sus magistrales bodegones suponen la antítesis del bodegón flamenco, caracterizado por un conglomerado de objetos en los que existe una clara referencia a la vanitas mundi.
Pero si a Zurbarán se le identifica como un pintor beato, no es menos cierto que ello fue también debido a que la temática religiosa le vino impuesta por determinación de los sucesivos encargos, circunstancia que para algunos especialistas supuso una limitación a sus prodigiosas capacidades como pintor. Su obra es el testimonio del trabajo de un pintor sometido al sistema de constantes encargos que han de ser realizados con prisa, impidiendo en ocasiones un repaso o reflexión que requiere la creatividad pictórica. A diferencia de Velázquez, quien solía retocar posteriormente su obra, Zurbarán abandona sus lienzos para siempre una vez terminados, algo más que contrastado en lo relativo a su producción realizada para el mercado americano. Pero, a pesar de todo eso, Zurbarán trabaja al máximo las posibilidades de una serie de elementos pictóricos en cada nueva composición. Así, se afana en potenciar las posibilidades cromáticas y espaciales en los «estallidos» de gloria, el valor monumental que aportan los elementos arquitectónicos, en el acento que confiere en la intensidad humana y expresiva del personaje y el enfoque simbólico con que dota a los objetos cotidianos que ambientan el tema sagrado. De esta forma, pocos pintores como Zurbarán han obtenido unos resultados tan efectistas sobre un tema supuestamente accesorio como son los ropajes de sus personajes religiosos, con un tratamiento del color rico, elemental y especializado. En cuanto a la luz, se sirve de ella para reducir la figura y el objeto a formas netamente esenciales, con una insuperable utilización del color blanco, distinguiéndose los matices según el grado en que se hallan con una admirable propiedad en trazos, gamas y hechuras. Y en lo relativo a la composición, Zurbarán simplifica y reduce la figura y el objeto a su máxima concreción volumétrica, en una clara intención de atemporalidad. Frente al recurso barroco del movimiento, Zurbarán trata las figuras como objetos de bodegón desvinculados con elementos que los relacionan con la vida. Por ello, muchos críticos han visto en Zurbarán el pintor «más irreal del realismo», una demostración de que dicho realismo no es sino superar la propia realidad.
San Hugo en el refectorio de los cartujos pertenece a una serie cuya cronología oscila entre 1630 y 1635 y que tenía como destino la Cartuja de las Cuevas de Sevilla. Zurbarán había aceptado la invitación del cabildo hispalense, tras continuados y fatigosos viajes entre Llerena y Sevilla, y se instaló a orillas del Guadalquivir, despertando el recelo de otros artistas sevillanos — Alonso Cano — que veían con temor el establecimiento definitivo de tan afamado competidor. Es en esta época donde se inicia una nueva etapa en la actividad artística de Zurbarán que supondrá el indiscutible apogeo de su pintura durante la década de los años treinta del siglo XVII. El más famoso de esta serie de cuadros realizados para la trianera Cartuja de las Cuevas es sin duda San Hugo en el refectorio de los cartujos. El lienzo narra el milagroso acontecimiento que había tenido lugar en la cartuja al haberse negado los monjes a consumir la ración de carne que se les había servido para no quebrantar el ayuno que el reglamento imponía para el Domingo de Quincuagésima. A consecuencia de dicha negativa, los monjes quedaron sumidos en un profundo sueño hasta el Miércoles de Ceniza, del que despertaron al presentarse San Hugo en el refectorio, una vez informado del portento, a la vez que la carne se transforma en ceniza. Lo primero que nos llama la atención en este grandioso lienzo es la magistral armonía de grises y blancos, perfecta, y sólo quebrada por la colorista escena del cuadro que cuelga en la pared así como por la mancha amarilla del traje del cocinero, cuya figura está algo forzada por su postura de manos y piernas. De otra parte, los rostros de los monjes cartujos reflejan un silencioso estado de arrebato místico en el que se encuentran sumidos, asomando sus cabezas sobre los blancos hábitos, en una de las mayores genialidades creativas del pintor extremeño. Pero además, Zurbarán exhibe un portentoso realismo en los platos con la carne, los panes y las jarras de cerámica, plasmados con esa sobria simplicidad que acostumbraba el pintor, quien parece olvidarse en este cuadro del tenebrismo y barroquismo que se vivía en esa época artística.
San Hugo en el refectorio de los cartujos es uno de los cuadros más geniales de toda la historia de la pintura española. Que toda la ingente masa de color blanco, prodigiosamente matizada y distribuida, no desestabilice en ningún momento la pintura es un claro reflejo de las capacidades técnicas de Zurbarán, junto con Velázquez y Murillo, uno de los máximos creadores pictóricos españoles de la primera mitad del siglo XVII.
Cuadro precioso.
Me alegro que sea de tu gusto, Miguel
Un abrazo
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