Tanto las enigmáticas circunstancias como los no menos controvertidos motivos que envolvían la presencia de Willy el americano por las travesías de la barriada habían dado pie a todo tipo de conjeturas entre los habituales parroquianos que frecuentaban el bar de mi padre. Según la minoritaria opinión de unos pocos, aquel fornido treintañero natural del distrito neoyorquino de Brooklyn no era sino un vago redomado que llevaba ya más de una larga década tratando de obtener el título de Medicina y Cirugía por la Universidad Complutense de Madrid. Como añadidura, empleábanse estos rumores para suponer además que Willy era el hijo ilegítimo de una adinerada familia norteamericana. Por contra, el unánime y generalizado comentario expuesto por el grueso de la clientela sugería que Willy el americano era tan pésimo estudiante que había sido expulsado de todas y cada una de las universidades estadounidenses en donde había intentado acceder al solícito título hipocrático. De esta manera, a Willy no le habría quedado más remedio que acudir a nuestra patria para optar a su imperecedero sueño de convertirse en médico titulado. Pero Willy, observando divertido las distintas elucubraciones que sobre su persona componían sus habituales colegas de taburete y barra, giraba continuamente de derecha a izquierda, en un universal gesto de negación, una monumental testa que cuestionaba los clásicos cánones anatómicos de Lisipo. Esta expresión venía acompañada de unas sonoras y acompasadas carcajadas de inconfundible sabor norteamericano –«¡Hae, hae, hae!» — que adornaban de un singular exotismo los aires mayormente provincianos que se respiraban en el bar de mi padre. Únicamente, Paco el taxista fue capaz de transformar la bonachona y afable expresión de aquel rostro de inconfundibles rasgos anglosajones, presidido por unos enormes ojos color cielo que se escondían tras unas lentes circulares, por otro de súbita coloración bermeja que delataba una evidencia del todo ineludible. –«Willy, Willy… No te tires el rollo que por muy americano que seas aún te queda mucho por aprender de los españoles. Tú te largaste de los EEUU para evitar el reclutamiento forzoso del ejército con vistas a la guerra del Vietnam… ¿A que sí? ¡Que a mí no me engañas, hombre!»– Willy, sintiéndose desenmascarado ante la perspicaz ocurrencia del taxista, trató de restar importancia a este espinoso asunto: –«Oh, es usted un sabio joumbre, señooor Pacou. Jamás pensé que en un baaar de Matrruit llegaran a descubriuir mis veaardaderros motifos… ¡Hae, hae, hae! Yo soy un paesifist… ¿Se dise así?… Y orio la guaerrua…» — Willy aprovechó aquel acto de íntima confesión para justificar de paso sus más que escasos progresos en el estudio de la ciencia médica: –«Es por el idioma…» — Según algunos clientes, Willy se había convertido en toda una institución entre el alumnado de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid mayormente por sus contrastados conocimientos en materia cervecera, asignatura no académica que impartía con total maestría en un pub irlandés que recientemente había abierto sus puertas en las inmediaciones del Campus universitario, concretamente en el barrio de Moncloa. Como buen americano, Willy era un amante de la cerveza, sobre todo, de su ingesta. Con manifiesta satisfacción, mi padre comentaba que desde que Willy había comenzado a frecuentar el bar, el pedido semanal de barriles de cerveza se había incrementado en dos unidades. Para un adolescente como era yo por entonces, la imagen de aquel mastodonte americano que se pasaba tardes y noches enteras en el bar de mi padre resultaba francamente interesante, toda vez que en aquella época los únicos extranjeros que pululaban por el barrio no eran sino esos pobres magrebíes que puntualmente acudían por el local ofertando todo tipo de estrafalarios artículos electrónicos — y otros de más que dudoso gusto — que fatigosamente transportaban en una caja de baquelita. Willy el americano se mostraba del todo sorprendido al escuchar los insólitos diálogos que mantenían aquellos ambulantes moros con mi padre, quien no dudaba en hacer uso de sus inusitados conocimientos de la lengua árabe adquiridos durante su obligado compromiso con la patria en tierras norteafricanas: –«¡Salamaleikún… Mira, morito, te voy a convidar a una lonchita de halufa! (Jamón en árabe)»– El pobre marroquí, horrorizado ante la pecaminosa insinuación de mi padre, respondía: –«No, paisa… Yo vender… Barato… Tu mucho flus…» — A lo que mi padre replicaba: –«No, no…¡Hualo, hualo majaduche!»– A aquella indescriptible jerga hispano-árabe se sumaba el moderno acento norteamericano en forma de abierta carcajada: –«¡Hae, hae, hae!» — Willy, como suele ser muy propio de muchos estadounidenses, se desternillaba de risa sin motivo alguno pese a no entender absolutamente nada del contenido de aquel exótico diálogo entre mi padre y el moro. Antes de despedirse, con más pena que gloria, el magrebí centró su iniciativa vendedora en Willy, con lo que el ansiado diálogo árabe-norteamericano sí que fue posible en esta ocasión: –«Barato, barato…Paisa» — a lo que Willy respondió: –«Nou, nou… Yo lo tengo… Grasias»– El moro, apercibiéndose de la inconfundible apariencia yanki de Willy, extrajo de la caja un simulado pimiento verde de plástico que, al separarse en dos partes, una de ellas perdía su original condición vegetal para mostrar una monumental verga — también simulada, claro está — en posición descaradamente insinuante: –«Yu… American… Mira… Pimiento… Yu, faky-faky…»– Comentó el árabe al mismo tiempo que meneaba el pimiento-verga de atrás hacia adelante. Willy, alucinado ante aquella insólita visión, respondió como sólo él sabía hacerlo: –«¡Hae, hae, hae! ¡Haaaaae, hae, hae!»—
Aún a vueltas con el idioma, Willy estaba perfectamente integrado como cliente en el bar y de esta forma participaba en muchas de las improvisadas tertulias que se organizaban por la tarde al amparo de unas cuantas cervezas. De manera tan diplomática como no menos inteligente, Willy evitaba pronunciarse sobre cuestiones relacionadas con la política española aunque en alguna ocasión nos dio a entender que se sentía más cercano al pensamiento republicano estadounidense que al demócrata. No entendía nuestra hispana pasión por todo lo relacionado con el fútbol y, en cambio, mostraba su profundo pesar porque nosotros no fuésemos capaces de asimilar las complicadas reglas del béisbol, por más que Willy se afanaba en explicárnoslas con divertidos y variopintos ejemplos prácticos en los que se servía de una oxidada llave inglesa para simular el bate. De cualquier manera, cuando a través del viejo aparato del televisor que presidía la polvorienta esquina del bar se ofrecía algún partido de baloncesto del Real Madrid desde el antiguo pabellón de la Ciudad Deportiva, Willy se convertía en el ineludible centro de las miradas de los allí presentes por su peculiar manía de acompasar las canastas convertidas por cualquiera de los equipos en disputa con un sonoro y americano «¡Wow!». Willy solía aparecer por el bar con las primeras luces artificiales del ocaso, siempre portando un ejemplar de The New York Times que leía sosteniéndolo con una mano mientras que con la otra alzaba las patillas de sus lentes, dejando a la viva vista unos poderosos y claros ojos. No contento con el menaje empleado en el bar de mi padre para servir las cervezas de barril, una tarde trajo consigo una curiosa jarra que desde entonces fue de su uso exclusivo y que mi padre custodiaba con celo, servicio por el que también cobraba una nada desdeñable tasa monetaria a tenor con el precio final de cada jarra de cerveza, superior al de cinco cañas aunque su contenido no albergara más de tres. A la hora de solicitar alguna ración que sirviera para amortiguar los espirituosos efectos de la ingesta cervecera, Willy no parecía muy motivado por decantarse por los tradicionales guisos carpetovetónicos, con la sola excepción de la incomparable tortilla de patatas, uno de sus platos predilectos, el cual ensuciaba añadiendo ketchup o salsa Musa a discreción. Una vez nos confesó que había tratado de cocinar un ejemplar de la misma en su alquilado apartamento de la calle de Alcalá. No hubo de ser muy satisfactorio el resultado final, ya que cometió el ingenuo error de mezclar directamente en la sartén de las patatas bañadas en aceite el huevo batido… Al parecer, Willy no se percató del monumental fallo cuando ya era del todo irreversible y trató de enmendarlo añadiendo generosas dosis de ketchup y mostaza, con lo que la pasta resultante no cuajó lo más mínimo. Sin embargo, Willy dio buena cuenta de aquel irreverente pastel directamente desde la sartén, haciendo un guiño a las solidarias maneras empleadas en algunas regiones españolas a la hora de compartir plato y mantel. –«Tortilla de patatas con mi toque personal» — comentaba orgulloso y plenamente convencido de su peculiar y más que dudosa creatividad culinaria.
Poco a poco, fui ganándome la confianza de Willy el americano a medida que mis clases de inglés en el colegio se me antojaban cada vez más complicadas y difíciles. Y ello era debido, mayormente, a que el nuevo profesor de inglés de bachillerato, el señor Palacios (q.e.p.d.), era un maestro tremendamente exigente que no dudaba en calificar con sonoros «ceros» (Se escuchaba el lapiceril rasgueo de la triste calificación, en medio de un sepulcral silencio, en su cuadernillo de notas) cualquier leve fallo o despiste gramatical en el temido examen oral de cada semana. Willy empezó a supervisar mis ejercicios y con frecuencia me animaba para que conversáramos en inglés, circunstancia que hacía las delicias de mi padre tras la barra del bar. –«Ahí, ahí…¡Me cachis…! No veo yo que mi hijo esté progresando con el inglés… ¡Si es que esta juventud de ahora es de vagos que no quieren estudiar! Escucha, Willy: Yo aprendí los números en inglés cuando estuve haciendo la mili en el África… Escucha… Esto… Wuán, chú, trí… ¡Bueno, ya no me acuerdo de más! Pero sabía contar hasta diez… ¡Si yo hubiera podido estudiar! ¡Y no como esta pandilla de vagos que lo tienen todo ahora a su alcance!»– La respuesta de Willy no se hizo esperar: –«¡Hae, hae, hae!»– Algunos clientes, en una urbana demostración de inverosímiles conocimientos, trataban de corresponder a Willy con alguna frasecilla en inglés, generalmente algún memorizado saludo. Una noche, el señor Olavide, muy animado con su tercer whisky, trató de lucirse ante el resto de la clientela intentando un diálogo con Willy en la lengua de Shakespeare. El americano enseguida advirtió las auto complacientes intenciones del señor Olavide y aceleró su discurso con un acento de esos que parecen llevar goma de mascar en la boca. Pálido como un yogur, el señor Olavide intentó justificarse: –«Bueno, es que mi inglés es más bien británico mientras que el empleado por este caballero obedece a peculiares reglas sintácticas y gramaticales del todo desconocidas para mí»– Pero sin duda alguna, con quien mejor se entendía Willy el americano en el bar de mi padre era con Pepe el sevillano, un andaluz de Morón que llegaba al bar todas las tardes con un impecable porte, aunque abandonaba el local casi a la hora del cierre en deplorables condiciones a causa de la compulsiva ingesta alcohólica. Pepe, criado junto a la base militar norteamericana de su localidad natal, había aprendido desde niño a chapurrear el inglés, si bien, con un colorido y exótico acento andaluz: –«Lisentumi, Willy: Yu ar e gud person bat american pipol ar evri sonofbichs… ¡Que te lo digo yo, cohone…! Okey, senkiu very má por el vino… ¡Don Caesar Imperator! Sírvame uzté el vinito ese al que mainvitao mai fren Willy»– A pesar de la poco benévola opinión que tenía Pepe el sevillano acerca de los americanos, Willy congenió con él como con ningún otro cliente en el bar. Por ello, en más de una ocasión hubo de acompañar al pobre Pepe a intentar trazar la línea recta en el trayecto de vuelta a casa una vez cerrado el bar por la noche. Willy caía bien a todo el mundo porque no molestaba absolutamente a nadie en el bar. Era un agradecido observador de lo ajeno y sólo intervenía en conversaciones privadas cuando para ello era requerido. Yo creo que Willy nunca pudo esconder su amor por nuestra peculiar, desenfadada e intrascendente forma de ver y comprender las variadas situaciones de la vida, tan diametralmente distinta de la de sus propios paisanos norteamericanos. De hecho, muchas veces me lo comentó en privado cuando yo ya era un poco más mayor.
Sin llegar nunca a tener una relación particularmente cercana e íntima con Willy, un ser en cierto modo reservado fuera de su natural adscripción al bar, alguna que otra noche nos acompañó a Pablo — el empleado de confianza — y a mí a tomar una copa por ahí tras el cierre nocturno del local. Willy adoptaba un tono coloquial mucho más abierto en estas circunstancias y era posible mantener un diálogo bien fluido con él. Una noche de esas, a solas él y yo en el Churchill´s, me confirmó que efectivamente se encontraba en España estudiando Medicina por el tema de la guerra del Vietnam: –«En un primer momento acudí a España con la intención de quedarme hasta que terminara el conflicto, para lo cual hube de suspender mis estudios en los EEUU y matricularme forzosamente en una universidad española. Aquí fue donde menos pegas me pusieron para convalidar mi expediente académico, ya que mi primer intento de instalarme en Europa fue en Francia. Lo que ocurre es que me encantó España desde un principio y me acoplé de una forma estupenda desde el primer momento, consiguiendo un trabajo de profesor por las mañanas en una academia de inglés que alterno con mis estudios en la universidad. También realizo alguna que otra traducción para una editorial… ¡No, no, no tengo ninguna prisa por regresar a los EEUU! Por eso sólo me matriculo de dos asignaturas por año, lo imprescindible, hasta terminar la carrera de Medicina. Creo que en tres años habré conseguido la licenciatura española aunque no me va a valer de nada en mi país, ya que si quiero ejercer de médico no me quedará más remedio que completar los estudios que allí inicié. Pero soy un privilegiado. Soy hijo único de una familia de médicos que regenta una clínica en Nueva Jersey y no tengo problemas económicos de ningún tipo. Tú quizás no lo entiendas ahora, Leiter, pero siento la necesidad de pasar una temporada fuera de mi entorno familiar para vivir una sensación de libertad que quizás ya me sea del todo imposible experimentar a mi regreso. Aquí, en España, a diferencia de los EEUU, tenéis una forma de ser muy diferente y no estáis tan atados al entorno y sus circunstancias, como en mi país. Me he divertido como nunca y me lo he pasado en grande. Cuando regrese a los EEUU no me quedará más remedio que casarme, fundar una familia y dirigir la clínica de mis padres… Esto es algo realmente obligado si pretendo obtener la plena legitimación de mis padres para heredar su negocio.»– Aunque él nunca lo creyera, entendí perfectamente a Willy, un ser que quiso aprovechar los mejores años de su vida para divertirse sin tener que otorgar explicaciones a nadie. –«No, Leiter, no se me ha pasado por la cabeza quedarme aquí para siempre. Sigo siendo norteamericano, no lo olvides. Pero al menos tendré una experiencia de juventud de la que la mayoría de mis compatriotas carecen»– Otra noche, en un antro de la calle de Hermosilla, a Willy y a mí nos retaron a una partida de billar americano, una vez que descubrieron la procedencia estadounidense de aquel. Nunca olvidaré las formas de jugar de aquel gigante norteamericano, quien mantenía sus gafas en equilibrio sobre su inmensa cabeza a la hora de apuntar con el taco a la bola. Ciertamente, jugaba a las mil maravillas aunque, con el transcurso del tiempo y el consiguiente consumo de cervezas, su puntería se iba diluyendo paulatinamente. Ocurrió entonces que a la hora de machacar una bola muy cercana a una de las troneras, Willy se confió en exceso y golpeó con tal excesiva potencia a la esfera blanca que ésta salió rebotada del tapete y, tras botar dos veces en el suelo, se estampó contra un decorativo zócalo de cristal, quebrándolo del todo. De no ser por la temible apariencia del americano, de aquel bar de copas habríamos sido expulsados a patadas y puñetazos. Afortunadamente, el asunto no pasó a mayores y Willy se comprometió a pagar de su bolsillo el destrozo… Camino de regreso a nuestros respectivos domicilios, ya muy «mojados» ambos, Willy resumió el incidente billarístico como solía ser habitual en él: –«¡Hae, hae, hae!»—
Una soleada tarde de junio, sin previo aviso, Willy nos dejó a todos sorprendidos en el bar tras abonar el importe de su consumición: –«Bueno, don Caesar Imperator: Ha sido un placer para mí ser cliente de este bar durante todos estos años. Mañana regreso definitivamente a los EEUU… Leiter, te dejo estos libros de metodología y gramática inglesa. Tal vez te sean útiles»– Mi padre, completamente desencajado por la súbita pérdida de aquel consumidor tan espléndido, hizo una rarísima excepción y convidó a Willy a una nueva jarra de cerveza. Con la partida de Willy el americano, aquel bar de la calle de Alcántara perdió a uno de sus más ilustres y exóticos clientes.
New York City: Cinco años más tarde. Quien esto escribe no tenía otra pretensión que la de salir temprano a pasear por las calles de Manhattan. A eso del mediodía, extraje una tarjeta de mi ya casi vacía billetera y marqué un número de teléfono desde una cabina callejera: –«¿William S.? I am an old friend from Europe, from Spain…»– Un par de horas después, las acristaladas puertas de una cafetería situada en Bowery Street reflejaron la figura de un gigantón de ojos azules… Entró, miró hacia todas las direcciones y, al divisarme, me saludó de una manera que yo ya tenía un tanto olvidada: –«¡Hae, hae, hae…! Ya te dije que en Bowery Street se encuentra la tienda que vende los mejores palos de billar del mundo…»– Mientras compartíamos almuerzo, y observando a la gente pasear por las neoyorquinas aceras, no dejé de pensar con profunda melancolía en el bar de mi padre. En ese instante, caí en la cuenta de que el mundo no es tan grande como parece. Al despedirnos, extraje de mi mochila un objeto envuelto en papel de periódico: –«Willy, creo que dejaste olvidado algo en el bar de mi padre… Toma, aquí lo tienes. Te lo he traído…»– Willy se emocionó al reencontrarse con su jarra de cerveza. Y yo también.
Como siempre un magnífico retrato, leiter, puedo imaginar a ese gigantón y su risa 🙂
Besos
A pesar de que luego viajé repetidamente a Nueva York, esa fue la última vez que vi a Willy. Creo que siempre conservó algo de nuestro carácter hispano. Hoy en día, y dado que la mayoría de los hechos descritos en esta y otra sección se remontan a más de treinta años atrás, ya casi nadie se acuerda de Willy por el barrio. Ya casi nadie se acuerda de nadie… Está todo muy cambiado. Pero ellos/as siguen hurgando en el baúl de mis recuerdos.
Besos, muchos besos
LEITER
Leiter, tu relato me hizo emocionar hasta los huesos, aunque no se trate necesariamente de un drama. Lejos, y no es que quiera restar importancia a tus otros escritos (musicales, históricos, vivencias), ha sido lo mejor que he leído en tu bar hasta ahora. También ayuda que hoy me haya levantado un poco sensible.
Casi puedo imaginarmelo a Willy… y hacés bien en no dar más detalles fisonómicos: siempre me gustaron los relatos que dejan libre a la imaginación. Por eso el cuento me gusta más que la novela, creo yo.
Decís que está todo muy cambiado, sin embargo, te aseguro que lo que decía el Gran don Caesar Imperator sobre niños que no quieren estudiar a pesar de tener todo al alcance, sigue endemoniadamente vigente tras treinta o más años.
Un gran abrazo, Leiter.
Jo, Frank, comentarios como el tuyo levantan el ánimo, que por cierto, tenía muy bajo hoy.
Ocurre que Don Caesar Imperator era un hombre muy inteligente… Aunque sea precisamente yo quien lo diga.
Espero que te sigan gustando estos retratos.
Gracias, amigo
LEITER
Seguramente uno de los mejores escritos de esta barra, sin duda. Un brindis por Willy y otro por Leiter!
Uno acaba la lectura con la entrañable sensación de haber conocido íntimamente a Willy. Y no cualquiera traspasa tan bien sus vivencias.
Un abrazo, Maese
Joaquín
De veras, no pensé que este retrato os iba a causar tan buena impresión. No es uno de mis «favoritos», por así decirlo, pero observo que ha gustado mucho.
A ver si un día, revolviendo mis papeles, doy con esa tarjeta otra vez y le pego un telefonazo a Willy. Debe andar ahora cercano a los setenta años…
Porque yo, lo que se dice viajar… Y Celia sufre de «fobia a los aviones». ¡Vaya miedo que le ha tomado a subirse a un avión!
Gracias por tu comentario, Joaquín. Es todo un estímulo para mí.
LEITER