Tres eran las teorías que circulaban de boca en boca entre los vecinos de este peculiar y madrileño barrio de Salamanca sobre los orígenes de la supuesta fortuna que había logrado amasar don Fidel, el veterano fundador de la tienda de Frutos Secos más popular del distrito: A- La tienda era un mero escaparate de un comercio a nivel mayorista que abastecía de género a todas las tiendas del sector en Madrid; B- A don Fidel le había tocado una fortuna considerable en las Quinielas y C- Era de los del «puño cerrado». Esta última conjetura era la que mayor consenso reunía, pero hemos de aclarar que no significaba que don Fidel hiciese causa con los comunistas (¡Menudo sacrilegio!) sino más bien que era un tipo de los que disfrutaban más amasando que gastando. Y es que don Fidel, de poco pelo y menos estatura, con rasurado y canoso bigotillo a la moda de la época y con una inquietante sonrisa analítica, era un hombre de rígidos principios franquistas, un ex-combatiente que no tenía reparos en adoctrinar a su fiel clientela mientras servía un cuarto de variantes o altramuces. Los más viejos del barrio aún recuerdan la que se organizó aquella tarde, cuando un tipo fornido que había entrado en la tienda se atrevió a realizar un comentario despectivo sobre El Alcázar, periódico que diariamente exhibía orgulloso don Fidel en una esquina del mostrador de su tienda. — «Ya me dio mal ojo aquel tipo nada más entrar.» — Relataba don Fidel. — «Iba tocado con una chapela de esas que llevan los vascos y sus ademanes eran muy chulos, como de tipo sobrado. Pues bien, mientras le servía, el tipo se pone a manosear «El Alcázar» y me suelta: ¡Vaya birria de periódico!. Entonces le chisté para que se callara y añadí que bajo ningún concepto iba yo a permitir en la tienda ese tipo de comentarios despectivos sobre el único periódico que dice las verdades como puños, que eso era más propio de «rojos» y que en este local sólo se permite la entrada a gente de buenos principios. Pero el muy sinvergüenza, tras pagarme, me suelta: Agur… Yo, con todas mis fuerzas, repliqué: ¡¡Adi-os!! ¡Vamos, hombre! Que se iba a creer aquel ganso que yo me iba a amilanar… » –. Pero don Fidel, con independencia de sus ideas políticas, era un comerciante de los de antes, capaz de vender una postal a un ciego. Poseía una agresividad comercial digna de ser analizada en el programa de estudios de cualquier Máster de ventas que se imparta en las mejores escuelas de negocios de hoy en día. Tanto es así que los chiquillos del barrio íbamos a comprar en su tienda con el dinero justo, ya que nunca nos daba las vueltas en pecunio sino en especies (Chicles, Kikos, Caramelos Sazi, cromos, sobres que contenían un destacamento de pequeños soldaditos pintados del mismo color, etc… ). Además, don Fidel no vendía sólo los artículos propios de una tienda de Frutos Secos, encurtidos aparte, sino que también ofertaba todo tipo de variopintos artilugios que hacían de nuestra infantil fantasía una enorme piñata. Con frecuencia, los chavales de la calle Alcántara nos retábamos a partidillos de fútbol callejero con los grandullones de la perpendicular Ayala y don Fidel era quién nos proveía de los «balones» para tan importante evento deportivo. Por dos pesetas te vendía una pelota muy pequeña de plástico que iba atada a un cordel de fibra elástica y cuya función era cualquiera menos la de servir de objeto codiciado en un partido de fútbol. Don Fidel tiraba de tijeras de pescador y seccionaba el molesto engarce, dejando la esfera lisa y apta para la práctica balompedística. Desgraciadamente para nosotros, cada partido nos costaba nuestras buenas pesetas ya que Paco Fachegomuá, el conserje de la acera de enfrente, se incautaba cada dos por tres de la bola, momento en el que realizábamos una colecta y volvíamos a donde don Fidel para comprar una nueva. (Llegamos a pensar que el conserje y don Fidel actuaban en descarada connivencia, ante el entusiasmo de este último por vendernos más y más pelotas). Aunque para mí, el mayor tesoro que guardaba don Fidel en su tienda era una colección de coches de plástico duro en miniatura de la marca Eko, similares a los famosos «pulguitas», pero de mucha más calidad y mejor diseño. Hicieron las delicias de mi primo Javi y de un servidor, llegando los dos a poseer sendas colecciones completas. El todavía la conserva mientras que la mía acabó a golpe de martillo durante un adolescente arrebato. (Para que luego digan que no tengo vena artística… )
Don Fidel, aun siendo seguidor del Atlético de Madrid, no era lo que se dice un especial aficionado al fútbol. Su pasión eran Los Toros, poseyendo una cifra indeterminada de abonos en la Plaza de Las Ventas y que en plena Feria de San Isidro cedía lucrativamente, claro está. En los tiempos en los que yo era aficionado a la llamada Fiesta Nacional no me quedaba más remedio que acudir a don Fidel para conseguir un abono de feria. — «No sé, Leiter… Me parece que este año no va a poder ser… Tengo infinidad de peticiones… ¡Menuda Feria!. Fíjate que vienen Paco Camino y Paquirri… Va a ser imposible… Bueno, anda, dame 20.000 pesetas y te doy este del Tendido 4… Pero por ser para ti, eh… « –. Generalmente yo adquiría el abono por casi el doble de su valor intrínseco pero nunca se lo tomé a mal. Además, como don Fidel solía comentar: — «Yo hago mucho por la Fiesta. Gracias a mí la gente del barrio puede ir a Los Toros… « –. De todas maneras, Paco, el taxista, estudió seriamente la posibilidad de demandar a don Fidel por contravenir la normativa de sólo dos abonos por persona. El asunto no pasó de una simple amenaza. Las tardes de Corrida suponían toda una ceremonia para don Fidel, quién se vestía con un lustroso traje (Algo pasado de moda, la verdad) a juego con la corbata. Más que caminar, corría a lo largo de la calle de Alcalá aprovechando el descendente desnivel de dicha travesía superando ya la plaza de Manuel Becerra. Si coincidía con algún conocido solía obsequiarle con un puñado de caramelos Sazi que sacaba de un bolsillo de su chaqueta. A la vuelta, siempre venía acompañado de un grupo, llevando la voz cantante: — «¡Qué no, hombre, qué no! ¡Qué te digo yo a ti que se ha acojonado! Tenía toro para hincharse a dar pases, pero le ha dado el canguelo…» —. En las tardes de triunfo era muy habitual verle improvisar pases con el programa de mano a modo de muleta mientras caminaba. Era todo un entendido en la materia, pese a lo cual, mi padre solía decirme con frecuencia: — «Sí, sí… Entendido… ¡Entendido por los cojones! ¿Pues no dice que le gusta El Cordobés?. Ya me dirás tú que sabe ese de toros… » –. Con mi padre, aunque en el fondo se admiraban mutuamente, se las traía más tiesas que tiernas. El primero acusaba al otro de no acudir a tomar el café al bar, mientras que don Fidel se defendía arguyendo que mi padre había dejado de comprarle los panchitos y las patatas fritas para los aperitivos. Lo peor venía cuando mi padre me ordenaba ir a por cambio en monedas a «donde Fidel». Este, muy malhumorado, me lo acababa dando, pero no sin antes soltarme toda una sarta de frases al estilo de: — «Oye, dile a tu padre que sea él mismo quién venga a por el cambio, que dé la cara… ¡Mira que mandar a su hijo!» –. En fin, reconozco que esta sencilla labor era todo un suplicio para mí. Don Fidel, tan absorbido por su negocio, era un hombre muy dado a excentricidades. Así, tenía por costumbre acudir todas las mañanas al antiguo banco Hispanoamericano de la calle de Ayala portando los dineros en el interior de una lata circular de atún en escabeche. Y, cuando cambiaba de vehículo, siempre una berlina Citroën, negaba haberlo comprado y afirmaba que le había tocado en una tómbola. De todas las maneras, don Fidel me dio la oportunidad de conocer de primera mano cómo había que reaccionar ante posibles clientes problemáticos, siendo en ocasiones testigo de los particularísimos usos que empleaba ante tal menester. De esta forma, una tarde estaba yo echando un vistazo a unos nuevos y originales artilugios que había recibido cuando en la tienda entró un tipo que solicitó un par de berenjenas aliñadas. Don Fidel se las despachó en un cucurucho de papel cartón y el señor se fue tan contento, presto a dar buena cuenta de semejante manjar. No habían transcurrido ni dos minutos cuando el referido caballero volvió a entrar en el local: — «Oiga, esta berenjena está podrida. Le he dado un bocado y mire… » –. Dirigiendo mi vista hacia la prueba de cargo, observé como unas pequeñas manchas de color blanco parecían tener vida propia. El aspecto era realmente repugnante y no concordaba con la buena calidad que solía caracterizar a cualquier producto puesto a la venta por el tendero. Don Fidel agarró el cucurucho y se puso las gafas para ver de cerca, las de pasta marrón. Comenzó a sonreír, exhibiendo un diente de plata, al tiempo que meneaba la cabeza. — «¡Pero si esto no es más que un ojo de gallo, hombre!» —. Del bolsillo de la chaquetilla sacó una navaja y empezó a trastear en la vulva del vegetal, provocando en mí ciertos sudores fríos debido a la forma fálica que mi calenturienta y adolescente mente asociaba con la mencionada verdura. Luego de la «fimosis» efectuada por don Fidel el tipo se marchó con la circuncisa berenjena, adoptando una expresión de escepticismo. ¡Había que ser muy atrevido para atreverse a replicar a don Fidel!. Una vez fuera aquel individuo, don Fidel seguía con su plática: — «Desde luego… ¡Mira que los hay señoritos!. Por un ojo de gallo mira cómo se ha puesto, el muy finolis… Ese seguro que no probó las lentejas del rancho que nos daban en la Guerra… ¡Ahí sí que había bichos!» –. En otra ocasión, se hartó de suministrar petardos y otros artículos de pirotecnia (antiguamente, estaba permitido) a una pandilla de mozalbetes con más pinta de gamberros que de otra cosa. Ya formalizada la venta, don Fidel les advirtió solemnemente: — «Id por ahí, calle arriba, a prenderlos. Aquí, en frente de mi tienda, está terminantemente prohibido. » –.
Muy a su pesar, los años fueron trascurriendo y a don Fidel no le quedó más remedio que delegar todas las responsabilidades del negocio en su hijo Fide, quién ha heredado las mejores virtudes comerciales de su padre y ha modernizado por completo la tienda, abriendo incluso otra sucursal, y convirtiendo la marca de su Frutos Secos no ya en un referente del sector en el Barrio de Salamanca sino en todo Madrid. Don Fidel se retiró a su pueblo a disfrutar de una merecida jubilación tras toda una vida de sacrificios. En el año 2000 falleció de un colapso mientras dormía, a una edad ya muy avanzada. Estoy seguro de que en algún lugar recóndito del universo estará don Fidel, ataviado con su chaquetilla azul marino, intentando convencer a los ángeles para que le compren unas figuritas de chocolate en forma de diablillo. Seguro que lo conseguirá. Ah, y también estará discutiendo con San Pedro de toros en más de una ocasión: — «¡Qué no, hombre, qué no! Si usted hubiera visto torear a El Cordobés aquella tarde de las cuatro orejas… » –.