El triunfo de Baco o Los borrachos

 No existía bar, cafetería, taberna, cervecería, tasca o restaurante en toda la barriada que no estuviera adornado por al menos uno de esos indescriptibles cuadros en formato de bodegón que Miguel, un experto tratante de arte según su propia definición, se encargaba de revender después de largas y no menos complicadas negociaciones con los respectivos dueños. Pero más que un marchante de pintura propiamente dicho, bien hubiera podido definirse a Miguel como un vendedor de marcos, soporte por el que realmente resaltaban sus anodinos objetos pictóricos. Así lo comentaba mi padre cada vez que Miguel le proporcionaba un nuevo bodegón con vistas a renovar un tanto la ya desfasada decoración del bar: –«Ese, Miguel, ese de la izquierda me gusta más. Tiene un marco color oro viejo que pega muy bien con la pintura de la pared…»–  Incluso desde la más benévola apreciación crítica, nunca observé cuadro alguno procedente de Miguel en la barriada que superase unas mínimas cualidades estéticas; los óleos se caracterizaban por ser unos bodegones fríos, inexpresivos, carentes de originalidad, sin firma y más tristes que un Viernes Santo. A saber de dónde demonios los habría adquirido aquel cincuentón aragonés de ojos claros, lengua mordaz y de risa sobreaguda y no menos contagiosa llamado Miguel y apodado El Goyas por la clientela del bar, en una clara muestra de inverosímil y verbenera asociación conceptual entre el ser humano y su conocida ocupación. La reventa de cuadros era su actividad más conocida aunque Miguel, muy ceremonioso, comentaba que «en realidad, yo soy profesor de estadística en la Universidad de Deusto. El arte, para mí, es una atractiva y lucrativa afición…» una declaración que, por supuesto, nadie se creía dados los comportamientos de Miguel, un cliente acostumbrado al «apúntame» a la hora de pagar y al «bueno, ya que usted insiste, me tomaré un vinito…» a la hora de consumir. Además, Miguel apareció por el barrio y allí que se instaló por muchos años, siendo sus ausencias tan breves como esporádicas. (Cuando éstas ocurrían, se jactaba de haber efectuado un viaje relámpago a Londres para contemplar una exposición de pintura). A todo ello se añadían los estrafalarios y un tanto provincianos modos de vestir de Miguel — pantalón de pinzas, camiseta de manga corta en verano y unas delirantes sandalias de correa cruzada que permitían contemplar unos remendados calcetines de color azul en invierno y unos dedos de los pies sospechosamente turbios en verano — que no armonizaban en absoluto con su presunta capacidad intelectual. Sin embargo, a Miguel le traía al pairo lo que los clientes del bar pudieran pensar acerca de su persona. Proyectaba una personalidad tan incierta como inexistente y fingía no escuchar los jocosos comentarios de algún parroquiano ávido por desenmascarar la falsa figuración de un dicharachero vendedor ambulante de tristes bodegones. Empero, gracias a su carácter abierto y a su facilidad para sumarse a todo tipo de improvisadas tertulias, Miguel el Goyas se fue convirtiendo en uno de los clientes más populares y conocidos del bar. Su afición por el Athlétic de Bilbao, club de fútbol del que se declaraba forofo seguidor, le ocasionó algún que otro contratiempo con una clientela que se sentía mayoritariamente madridista. Así ocurrió aquella noche de sábado, durante la retransmisión televisiva de la final de la Copa del Generalísimo que disputaron en el estadio del Manzanares el Athlétic de Bilbao y el Club Deportivo Castellón y que se saldó con la victoria de los leones por dos goles a cero. Miguel, completamente alborozado y fuera de sí ante la victoria de su equipo, comenzó a lanzar toda serie de proclamas en el bar que, si bien no suponían alegato o apología de la ya muy tristemente conocida banda de criminales, sí que llegaban a cuestionar las políticas practicadas por el gobierno dictatorial de entonces en las llamadas Provincias Vascongadas. El revuelo que provocó Miguel en el bar con sus lacerantes soflamas políticas fue de tal calibre que el señor Bonilla, un veterano teniente de infantería que se encontraba de paisano en el bar tomándose una cerveza, le conminó a guardar silencio, luego de identificarse, so pena de arresto por «insultar gravemente al Jefe del Estado y a los Principios Fundamentales del Movimiento». Miguel, un tanto sorprendido por el imprevisto alegato de la autoridad castrense, atemperó sus críticas políticas pero en la misma medida que amplificó las indudables virtudes futbolísticas del Athlétic de Bilbao. La tensión que reinaba en el ambiente se desvaneció por completo cuando Miguel le indicó al teniente Bonilla: –«¡Vamos, vamos, mi teniente… No se enfade usted! Venga, pruebe un poco de este chorizo que me han traído del pueblo. De esto no come usted en el cuartel, seguro… ¡Hombre que si está bueno, mi teniente! ¡Cómo se nota que usted sabe apreciar lo exquisito…!»– Algunos testigos afirman que Miguel le acabó endosando un bodegón aquella misma noche al teniente Bonilla, aspecto que no ha podido ser contrastado del todo por quien esto escribe.

 Miguel el Goyas solía almorzar casi todos los días en el salón-comedor del bar de mi padre, juntándose para tal menester con habituales de la casa, como Alejandro, Paco el taxista y algún que otro operario de reformas domiciliarias. Sentía auténtica devoción por las albóndigas en salsa de los lunes y generalmente traía consigo, envuelto en una servilleta, un enorme pan candeal — «como el que hacen en mi pueblo» — que él mismo se encargaba de partir, valiéndose de una rudimentaria y roñosa navaja, y del que ofrecía desinteresadamente esponjosas rebanadas incluso aunque no le fueran solicitadas. Siempre se acomodaba de cara al viejo aparato de televisión en blanco y negro que presidía el salón desde lo alto de una esquina, comentando con sumo interés las noticias del Telediario de mediodía que emitía una de las dos únicas cadenas estatales entonces existentes, lo que daba lugar a animadas tertulias entre los parroquianos allí presentes en las que se debatía tanto el presente político de la nación así como las perspectivas de futuro, habida cuenta de la ya más que deteriorada salud del general Franco. A Miguel, como a otros tantos, se le abría una cuenta que puntualmente abonaba a primeros de mes no sin antes discutir acaloradamente con mi padre alegando ciertas inexactitudes en la nota, mayormente por exceso que por defecto. Pero mi padre exhibía la nota — una servilleta arrugada de papel y con lamparones de anís — que guardaba bajo el cajón metálico de la caja registradora como prueba irrefutable del contenido de la demanda. Al final, Miguel pagaba religiosamente la cuenta en su totalidad (Murmurando entre dientes) aunque no dejaba ni una peseta de propina, circunstancia por la cual nunca fue bien considerado por parte de la dependencia. Tras la comida, y ya en el salón principal, se organizaban grandiosas partidas de dados en las que muchos habituales, como Miguel, se jugaban los cafés y los chispazos *. Miguel se encargaba de realizar los apuntes pertinentes y animaba la partida en base a sus mordaces y muy picantes comentarios. Tenía una facilidad endiablada para silbar y, cada dos por tres, emitía el florido arranque trompetero de En er mundo, famoso pasodoble torero; aunque recuerdo con especial simpatía como se lanzaba, mediante un afinadísimo silbido, con el baile jotero de la introducción de La boda de Luis Alonso, conocido sainete lírico del maestro Giménez, cuando en las series obligadas conseguía dos o más figuras de un mismo color. Estas demostraciones de humor y jolgorio de Miguel obedecían, en buena medida, a la presencia de alguna que otra cajera del economato anexo al bar entre los miembros de la partida y que provocaba en Miguel una admiración que traspasaba los límites de la confiada amistad. Y así, ocurrió que Miguel tuvo el inestimable honor de haber sido rechazado en sus pretensiones amorosas por todas y cada una de las cinco míticas cajeras del economato que durante tantos años cumplieron con su labor con gran diligencia y esmero profesional. Primeramente, Miguel lo intentó con Esperanza, aquella mujerona murciana de risa fácil y contagiosa. En el transcurso de una partida, Esperanza dejó totalmente abochonado a Miguel delante de toda la concurrencia: –«¡Es la última vez que te lo digo, Miguel! Como vuelvas a pasarme la mano por la falda te arreo un sopapo que te dejo sin dentadura. ¡Estás avisado!»–  Posteriormente, Miguel lo intentó con Carmen, pero desistió de tal empeño al comprobar que ésta se encontraba perdidamente enamorada del Bienpeinado, con quien acabó uniéndose a no mucho tardar. Una sobremesa de sábado, a la hora de la película, observé como Manoli, sin duda la cajera más sensual y atractiva de todas, una exótica morenaza de la que todos los adolescentes del barrio — y muchos post-adolescentes — estábamos platónicamente enamorados, negaba insistentemente con la cabeza a Miguel al tiempo que comentaba con una voz paradisíaca: –«No, no, Miguel. Estoy sola, sin novio, y quiero seguir estando sola. Soy libre para decidir con quién me apetece salir a cenar una noche… Y, contigo, pues como que no. ¿Vale? De todas formas, te agradezco la invitación que me has hecho para que vaya a tu pueblo algún día. Si en algún momento paso por allí, te avisaré para que me invites a comer a esa tasca en la que dices que preparan tan rica la tortilla con pimientos…»– comentaba sonriendo con una angelical dulzura Manoli.  Por su parte, Nani cortó de raíz cualquier pretensión de Miguel: –«¡Chicos, esperad un momento! Esta ronda, con independencia del resultado de la partida, la pago yo. Quiero daros una buena noticia: ¡Estoy embarazada! ¡No veáis qué contento que está mi marido!»–  Por un momento, pareció que con Rosa el asunto iba a cuajar, pero Miguel no calibró bien la situación: Rosa era simpatiquísima con todo el mundo y ello dio pie a que Miguel se crease falsas expectativas. Durante otra sobremesa de sábado — solía ser el día elegido por Miguel para tomar la iniciativa en sus sentimentales proposiciones — Rosa puso las cartas boca arriba: –«Miguel, eres muy simpático y pareces una excelente persona, en verdad te lo digo. Pero… ¡Deja de pellizcarme el brazo cuando estés conversando conmigo, hombre! ¡Que me haces daño! Te repito que tengo aún muy reciente la desaparición de mi marido y que por nada del mundo me apetece estar con otro hombre… De momento»–  No hubo manera: Por más que lo intentó, Miguel no consiguió el amoroso consentimiento de ninguna de las cinco cajeras del economato. Aunque, y no como otros que se burlaban de él, tuvo la valentía de al menos intentarlo.

 Una tarde, la casualidad permitió que coincidieran en el bar María la Gallega, una antigua clienta entrada en años que había retornado a su Galicia natal y que se encontraba de paso en Madrid, y el inefable Miguel el Goyas. Pronto advirtió Miguel una de las más peculiares y visibles características de María la Gallega y que no era otra que la insólita manía que dicha mujer tenía con morderse el labio inferior de una manera ciertamente lasciva cuando conversaba con cualquier varón. Miguel creyó que por fin había llegado su estelar momento de gloria sentimental: –«¡Leiter, Leiter… Pon aquí otros dos vinitos para Mary y para mí! Esto… Lo apuntas donde ya sabes» — dijo esta última frase bajando moderadamente el tono de voz. En un momento en que María se dirigió hacia los lavabos, mi padre se vino desde el fondo de la barra hasta donde se encontraba Miguel: –«Pero bueno, Miguel  ¿Tú estás tonto o qué? ¿Quieres que te cuente a qué se dedicaba María la Gallega en este barrio hace algunos años? Sólo te diré que trabajaba en los antiguos chalecitos de la Calle de las Naciones…»–  Miguel adquirió una coloración similar a la de un tomate maduro: –«Joder, don Caesar Imperator, ya podía usted habérmelo advertido antes ¡Encima que la he invitado!»– Aquello, obviamente, no cuajó y Miguel cortó rápidamente la conversación con María la Gallega cuando ésta regresó del excusado. (Por cierto, durante aquella misma jornada, María la Gallega se me acercó y, acariciando con ternura mi adolescente pecho, me señaló: –«¡Hay que ver cómo has crecido, Leiter! La última vez que te vi aún llevabas pañales…» — María empezó a componer aquellas estrambóticas muecas en sus labios, ahora adornadas con indescriptibles trazos en su lengua –«… Y ahora se te ve tan guapo y tan apuesto… ¡Cómo! ¿Qué todavía no tienes novia? Apuesto a que todas las chicas del barrio están locas por ti… ¡Huy, que carita más rica!» — Enseguida comprendí que el inevitable paso de los años había hecho mella en la percepción visual de María y que requería urgentemente de la visita a un oftalmólogo)

 Aquella tarde de viernes, el padre Raúl, competente profesor de Historia del Arte del colegio escolapio en donde yo estudiaba, acabó por perder la paciencia ante el inevitable y colectivo alborozo que sentíamos por la cercana presencia del fin de semana.  –«Muy bien, muchachitos. Como veo que hoy no hay manera de que prestéis atención a mis explicaciones, os pondré algo de tarea para el fin de semana: Para el próximo lunes quiero que cada uno de vosotros presente un trabajo en forma de comentario a un cuadro cualquiera de los pintores españoles del siglo XVII con la única condición de que se halle en el Museo del Prado. Ya sea mañana sábado o el domingo, tendréis que acudir obligatoriamente a dicho museo y será del todo imprescindible que el ticket de entrada sea grapado junto al trabajo. Nadie aprobará la asignatura en junio de no presentar el trabajo el lunes, el cual calificará como media con la nota final del curso…»–  Al finalizar la clase llegué totalmente enfadado al bar, con la sensación de que me habían chafado el fin de semana con la dichosa visita al Museo del Prado y la inevitable redacción de un comentario. Nunca antes había estado en el museo y, ciertamente, a mis trece años no me apetecía lo más mínimo ¡Y menos un sábado!  Ya en el bar de mi padre, observé como Miguel el Goyas portaba un extraño objeto de cartón en forma cilíndrica. Ante mi curiosidad, respondió: –«Ah, Leiter, mira que reproducción más bonita me han regalado de este cuadro de Velázquez, El triunfo de Baco. Es una pintura soberbia»–  Se me brillaron los ojos al instante.  –«Miguel, una pregunta. Ese cuadro de Velázquez… ¿Se encuentra en el Museo del Prado?»–  Una vez que Miguel me hubo contestado afirmativamente le conté lo que nos había ocurrido en el colegio y le interrogué acerca de la posibilidad de que me ayudara a realizar un comentario sobre dicha pintura.  –«Claro, Leiter. Tú ya sabes que soy todo un entendido en pintura. Ven, siéntate aquí… ¿Has merendado ya? Anda, toma y prueba un poco de este chorizo de mi pueblo…¡Una maravilla! Pero dile a tu padre que me tiene que invitar al vino, eh… Espera que extienda la lámina sobre la mesa… Veamos ¿A que parece una fotografía? Las caras de los personajes se parecen un poco a algunos de los borrachines que vienen por aquí, eh… ¡Ja, ja, ja! Pues eso es porque Velázquez era un pintor naturalista y…»—  Rápidamente, saqué un bloc de la cartera y empecé a tomar notas de todo lo que Miguel me iba contando acerca del cuadro. Al día siguiente, no tuve más remedio que acudir al Museo del Prado para hacerme con el ticket de entrada. Me encontré con muchos compañeros de clase en su interior aunque, mientras que éstos se empleaban en la difícil tarea de elegir una pintura para comentar, yo me dediqué a contemplar muchas obras, sobre todo aquellas que tenía vistas en las ilustraciones del manual de Historia del Arte que disponíamos para esa asignatura. Descubrí un mundo inédito y a la vez maravilloso. El viernes siguiente, el padre Raúl comenzó a hacer públicos los resultados de nuestros trabajos: –«Bien, muchachitos: En general, se nota que os habéis aplicado. Los trabajos están francamente bien. En especial, me ha gustado mucho el de Leiter y el de…»–  Tras permanecer muchos años en la barriada, Miguel desapareció y ya nunca más fue visto. En cierto modo fue algo lógico: Con el paso del tiempo, los bares y tabernas modernizaron tanto las instalaciones como la decoración, por lo que los patéticos bodegones que Miguel se encargaba de vender ya no tenían cabida en los locales al uso. Al parecer, Miguel el Goyas se retiró a su pueblo, en donde heredó una modesta casa rural y una pequeña parcela agraria. Vivió tranquilamente de sus ahorros y de algún circunstancial apaño hasta el día de su fallecimiento.

 Cuentan que un lejano lugar del universo los arcángeles están que trinan porque algunas estancias celestes han sido redecoradas con unos insufribles bodegones. Según fuentes de toda solvencia, el ángel encargado de la Oficina Cultural Celeste ha sido vilmente sobornado para lograr tal despropósito artístico: –«Pruebe, pruebe usted de este choricito que me han traído del pueblo… ¡Gloria bendita, eh!»

*NOTA ACLARATORIA: Desde tiempos inmemoriales, un chispazo es una pequeña dosis de brandy generalmente servida en una copa de cognac de reducidas dimensiones, hoy en día difícil de encontrar. De un tiempo a esta parte, este término ha sido paulatinamente sustituido por el de chupito, consistente en una dosis similar en cantidad y servida comúnmente en un diminuto envase cilíndrico de proporciones similares al envase copero anteriormente mencionado. Viene esto a colación por una espantosa y reciente campaña publicitaria que asocia el «novedoso» término chispazo a una lamentable combinación de vermut con refresco de cola, algo realmente repugnante y propio de paladares tan chabacanos como embrutecidos.