Ya me habían advertido que en aquella remota aldea de Asturias, cuna de mi difunto padre, ocurrían hechos difícilmente comprensibles desde el punto de vista científico. Y la verdad es que aquel paraje, en la media altura de unas cumbres que daban paso a un inmenso valle fluvial, tenía algo de misterioso, más bien debido al sepulcral silencio que desprendía toda aquella majestuosidad paisajística, tan sólo interrumpido por los ecos lejanos de algún cencerro vacuno. Se decía que en las noches de ausente luna era posible escuchar lejanos lamentos procedentes del río Arganzinas y que, al parecer, correspondían a las almas errantes de aquellos infelices que fueron fusilados tanto en la Revolución del 34 como en los años de la Guerra Civil. Yo nunca escuché nada, entre otras cosas, porque dormía con unos tapones en los oídos; pero aún así, no pude evitar que una terrorífica tormenta estival nocturna acabara por despertarme, alterarme e incluso acongojarme.

 El tío Mario era un hombre de campo, serio y parco en palabras, sensato pero formalmente rudo, con ese tono áspero que suelen tener las personas cuya subsistencia depende del clima o de la salud de su ganado. Bien lo pude comprobar en aquella ocasión donde me ordenó que subiera las vacas de un prado un tanto apartado para descargarle de otra tarea que en ese momento no podía desatender. ¡Vaya que si logré guiar a las vacas! Aunque mis buenos esfuerzos me costó ya que parecían estar muy rebeldes aquella mañana. En el abrevadero que lindaba con las vaquerizas, el tío Mario se llevó las manos a la cabeza al contemplar mi desaguisado:  — «¿Cómo no van a estar rebeldes? ¡Esas no son nuestras vaques, son las del cura! ¡Anda con ellas abajo otra vez, pazguatu!» –. Ese día descubrí que no era yo, precisamente, un gran fisonomista en materia bovina. Durante la sobremesa posterior a las comidas, mi prima Balbi — de la que platónicamente me enamoré aquel verano, como no podía ser de otra manera — bromeaba sobre los referidos lamentos anímicos del río Arganzinas, aunque ella juraba haberlos escuchado en varias ocasiones. También animaba a que su padre me contara lo que le aconteció de joven, regresando por la noche de las fiestas de Besullo, pero el tío Mario se negaba repetidamente a soltar prenda y nos ordenaba callar porque no le permitíamos atender al parte informativo de la televisión.

 Una mañana lluviosa, el tío Mario y yo bajamos hasta donde se encontraba el viejo molino comunitario para efectuar labores propias de la trituración del grano. Durante la pausa del matinal almuerzo, por fin el tío Mario decidió narrarme aquella historia tan fabulosa:  — «Tendría yo tus años, más o menos, al poco de acabar la guerra, cuando regresaba caminando por la noche desde Besullo, a donde había acudido para divertirme un rato en la feria. Se me hizo más tarde de la cuenta y me pilló de lleno la oscuridad de la noche aunque, gracias a la tormenta que caía, mediante los relámpagos, podía guiarme por el sendero. Entonces no había coches de línea, no cosas de esas. A medio camino, la tormenta arreció con fuerza y me fui cobijando como podía, de árbol en árbol. De pronto, un fogonazo tremendo, una ensordecedora explosión sin duda producto de la caída de un rayo muy cerca de donde me encontraba. Algo me golpeó en el pié y pude apreciar que era como una vara metálica alargada y con unas incrustaciones de cristal en los dos frentes que emitían un brillo tenue pero suficiente para alumbrarme. No me lo pensé dos veces y decidí recoger ese objeto en lo que creí que era una linterna rara de esas que decían que se fabricaban en Madrid. Notaba un cosquilleo en la palma de la mano, como si la linterna vibrase, y lo achaqué a que la batería que llevaba debía ser muy potente. Ya de vuelta en la casona, dejé la linterna sobre una estantería del corral pensando que allí estaría bien ubicada debido a la extrema oscuridad del recinto. A la mañana siguiente, cuando abrí la puerta del corral, sucedió… No sé cómo explicártelo… Alrededor de la linterna, correteando, se encontraban unos hombrecillos diminutos, en miniatura… No me podía creer lo que estaba viendo. De repente, todos aquellos seres se introdujeron por una ranura de la linterna y … ¡La linterna comenzó a elevarse!  Me quedé paralizado del miedo mientras la linterna pasó por encima de mi cabeza y salió a través del portón del corral… Leiter, me pasé tres días enteros metido en la cama, horrorizado. ¿Qué diablos sería aquello?» —