Furtwangler

 Hablar de Furtwängler significa hablar del prototipo de director de orquesta alemán surgido del espíritu de la filosofía idealista y del Romanticismo. Como personalidad de músico conservador, polifacético y fascinante, por disposición natural, Furtwängler se convirtió en figura de culto para un público musical compuesto por la burguesía cultivada de su época. En sus actuaciones se reflejaba la creciente distancia entre el arte «productivo» y el arte «reproductivo», la insoportable tensión entre tradición y modernismo, y los problemas de la confrontación con la transmisión técnica del sonido. El papel desempeñado por Furtwängler durante el nazismo — primero fue crítico con el Tercer Reich; luego, en circunstancias poco aclaradas, solicitó el puesto de director de la Ópera de Berlín (En lo que pareció ser una hábil jugada de Goering); pero nunca dio su público apoyo al partido nazi. Es más: Dicen que siempre se limpiaba la mano luego de estrecharla con el Führer —  induce a no olvidar la cuestión de la responsabilidad política del artista.

 Wilhelm Furtwängler nació el 25 de enero de 1886 en Berlín; su padre era un conocido profesor de arqueología, una dedicación que en la Alemania guillermina de los magníficos museos — y del incesante trasiego hacia Europa de los bienes culturales de los países más pobres — no era ninguna extravagancia académica, sino que representaba el concepto cultural imperante que tenía su punto de referencia en la Antigüedad clásica. En el caso de Furtwängler, la impronta que le dejó el humanismo arqueológico fue tan profunda como la clara aversión que sintió por el mismo. Furtwängler buscaba, de manera un tanto improcedente dada su condición de artista imbuido en la creencia de los valores transmitidos, la espontaneidad de la interpretación musical, sospechando de la repetitividad y rechazando la validez de lo ya logrado, anotado y sellado. Llegó incluso a cuestionar la propia escritura de notas en la partitura.

 Su padre no confió durante mucho tiempo la educación intelectual de su hijo en las instituciones de enseñanza pública y así lo dejó en manos de brillantes mentores del arte y de las ciencias, como el escultor Adolf Hildebrand o el historiador Ludwig Curtius. Al ir perfilándose más claramente su talento musical, Furtwängler se puso bajo la tutoría de compositores generalmente apreciados, como Joseph Rheinberger o Max von Schillings. Probablemente también fue decisivo el encuentro con el director de orquesta Félix Mottl (Un apasionado wagneriano) bajo cuyo mandato Furtwängler se convertiría en correpetidor y director en Estrasburgo, enclave alemán en aquel entonces.

 El hecho de proceder de una burguesía culta constituía una dote intelectual inhabitual para un músico en aquellos tiempos. Sin embargo, durante los años de aprendizaje de la dirección de orquesta no se pudo apercibir nada excepcional en Furtwängler. Como tantos y tantos directores de su tiempo, Furtwängler también adquirió experiencia en su oficio de provincias (Lübeck, de 1911 a 1915 y Mannheim, de 1915 a 1920). En esta última ciudad ya fue un destacado director de ópera y desde aquí llegó su nombre por primera vez hasta las grandes metrópolis germanas. Furtwängler rondaba la treintena de años cuando le empezaron a ofrecer puestos de cierta relevancia en la actividad musical alemana (Wiener Tonkünstlerorchester, de 1919 a 1924, y los conciertos sinfónicos de la Ópera del Estado de Berlín y de la Asociación de Amigos de la Música de Viena, de 1920 a 1922). En ese mismo año de 1922, fallece Arthur Nikisch — director nada menos que del Gewandhaus de Leipzig y de la Berliner Philharmoniker — una de las personalidades más relevantes al ostentar los dos cargos más importantes de la actividad musical alemana. Con ello, a Furtwängler se le despejó el camino para su ascenso hacia la cima de la interpretación germana. Furtwängler se hizo cargo de los dos puestos y realizó una gira de conciertos que le llevaría hasta los EEUU. Ya estaba en la cúspide.

 Al tomar el poder los nazis en Alemania en 1933, Berlín era el centro cultural de la nación y el lugar de trabajo de artistas de la dirección de la talla de Bruno Walter, Otto Klemperer o Erich Kleiber. Pero mientras que éstos dieron la espalda a los nacionalsocialistas en el poder y emigraron, Furtwängler prefirió quedarse. Ya en el mismo año de 1933, Furtwängler fue nombrado director de la Ópera de Berlín, vicepresidente de la Cámara de Música del Reich y consejero del Estado de Prusia, expresando así su voluntad de asumir el papel de máximo responsable de los asuntos musicales alemanes en el nuevo régimen. Sin embargo, un año después «renunció» a los cargos citados debido a que se vio sometido a fuertes ataques oficiales como consecuencia de su apoyo al «señalado» Paul Hindemith. Durante un breve espacio de tiempo parece ser que Furtwängler consideró la posibilidad de retirarse totalmente de la vida pública, pero se lo pensó «seriamente» y en abril de 1935 se presenta nuevamente con la Filarmónica de Berlín. Durante el período siguiente no pudo evitar que en el extranjero se le encasillase como representante artístico del nazismo alemán.

 Furtwängler tuvo la ilusoria esperanza de poder permanecer alejado de la funesta política nazi cuando en la práctica esto era más bien misión imposible. Quien participaba culturalmente desde un puesto tan elevado estaba integrado, de un modo u otro, en el sistema de dominación política. Sin embargo, Furtwängler no fue una persona capaz de pasar por alto las prácticas corruptoras de la política cultural nazi en su ámbito de actividad y, de esta manera, no fue especialmente apreciado por los grandes nombres del nazismo alemán. Algunas fuentes afirman que fue cierta la frase de Goebbels: –«No hay en Alemania un asqueroso judío al que Furtwängler no haya ayudado»–  En cualquier caso, hay que constatar inequívocamente que Furtwängler, al contrario que otros colegas como Karajan o Böhm, no utilizó sin escrúpulos el nacionalsocialismo para su propia carrera. Además, eso no le hacía ninguna falta, ya que era desde tiempo atrás una autoridad indiscutible en el panorama musical alemán. No existen pruebas fundadas de que Furtwängler hubiese gozado de una posición monopolista tras el alejamiento de los directores competidores de la misma categoría. Más bien, Furtwängler vacilaba entre colaborar o negarse y probablemente tuvo mucho que ver con ello su rígida mentalidad. Para muchos, la actitud de Furtwängler durante el nazismo suponía una salvaguardia del legado musical en los malos tiempos, aspecto que resulta un tanto ingenuo y presumiblemente condescendiente.

 No obstante, en la conciencia musical de Furtwängler había algo que secretamente sí le acercaba a la ideología nacionalsocialista, aun sin llegar a las terribles consecuencias de su aplicación autoritaria: Furtwängler era un alemán ultraconservador en lo estrictamente musical, representando la música no alemana un papel totalmente accesorio y rudimentario en sus programas. Furtwängler tenía una relación extremadamente escéptica hacia el modernismo. Ya a finales de los años veinte abogaba porque las grandes instituciones concertísticas alemanas, como la Filarmónica de Berlín, tuviesen la obligación de ofrecer en primer lugar las obras maestras clásicas del Romanticismo. Con Schönberg no tuvo una relación especialmente amistosa, aunque fue de hecho el encargado de estrenar las Variaciones para orquesta en Weimar. Pero Furtwängler nunca puso el corazón en Schönberg, Stravinski o Bartok, quedando dichos autores en la periferia de su horizonte musical. Si acaso, se entusiasmó algo más con Hindemith.

 La fobia de Furtwängler por el modernismo radicaba en algo más profundo que la estulticia o el deseo de virtuosismo de un director de orquesta. Una idea sobre su origen la ofrecen, junto a sus múltiples escritos y conversaciones recogidas, sus propias composiciones, unas obras que revelan una enorme altura musical. En una pieza monumental como su Sinfonía nº2 en mi menor (1947), Furtwängler parece dirimir un conflicto del lenguaje coral, elevándose a una síntesis que está a medio camino entre Brahms y Bruckner. No hay dudas de que Furtwängler debió sentir como una tragedia personal en que en vida no se le prestase una mayor atención a sus composiciones. Pero este hecho envuelve de forma trágica y misteriosa las actividades de dirección de orquesta y su halo de singularidad e irrepetibilidad. Los éxitos interpretativos de Furtwängler pertenecieron a un período en que los medios técnicos de reproducción, radiodifusión y discografía poseían ya una gran importancia. Así, la casa discográfica Electrola se aseguró desde muy pronto al director en exclusiva, por lo que su repertorio ha quedado de este modo documentado en múltiples grabaciones para la posteridad. Pero, a pesar de que algunas versiones de Furtwängler se encuadran dentro de los documentos sonoros más fascinantes de su época — auténticos Patrimonios de la Humanidad — no se puede valorar a Furtwängler como un mero «director de medios de comunicación». Su dominio real no era el estudio, la conserva sonora, sino la representación viva en ópera y concierto, el acontecimiento sonoro distinto en cada caso, surgido de la inmediatez de la ocasión y pudiendo ser retenido sólo mediante el recuerdo.

 Así se puede explicar la aparente contradicción de que Furtwängler estimó hasta la tozudez sólo una pequeña serie de obras consideradas como maestras: Las sinfonías de Beethoven — especialmente la Quinta y la Novena —  de Brahms, de Bruckner, de Schubert y de Schumann; también algunos poemas sinfónicos de Richard Strauss. En lo relativo a la ópera, las mejores muestras de Mozart, Von Weber y el Wagner más tardío. Para Furtwängler estas obras poseían una identidad un tanto oscilante y por ello en cada reproducción tenían que ser de nuevo recreadas. Con esto, las obras permanecían iguales. Así, Furtwängler prácticamente comenzaba cada vez desde el principio, fijando de modo subjetivo un comienzo creador a pesar de que trabajaba una y otra vez con las mismas obras.

 Los últimos años de Furtwängler tuvieron tan poca tranquilidad como en los años anteriores de la Alemania hitleriana. Como eminencia cultural implicada en la política nazi, se le prohibió dirigir en la Alemania ocupada por los aliados en 1945. Entre aquellos que aportaron testimonios en su descargo ante los tribunales de desnazificación se encontraba, con una grandeza de corazón inigualable, Sergiu Celibidache, cuyos días como director interino de la Berliner Philharmoniker quedaron así contados. Después de que Walter Legge — el jefe supremo de EMI — hiciese dirigir a Furtwängler en Inglaterra para grabar algunos discos mientras aún duraba la prohibición alemana, el maestro se puso de nuevo al frente de la Berliner Philharmoniker en mayo de 1947, siendo nombrado su director vitalicio en 1952, pese a que las huellas de una cruel enfermedad ya eran evidentes en su rostro. Envejecido prematuramente, llegó a sufrir perturbaciones del equilibrio e incluso le falló el oído (La firma Siemens le instaló en el atril de dirección un amplificador de volumen). Después de varios desmayos y estancias hospitalarias, Furtwängler falleció el 20 de noviembre de 1954 en Baden-Baden. Su muerte señaló para el mundo de la música alemana el final de una época. Había desaparecido el verdadero mago de una interpretación genialmente improvisada y profunda.

 Furtwängler fue un director de orquesta para quien no había directrices inequívocas, no había figuras de puntuación que indicasen limpiamente los modos del compás. Odiaba la dirección orquestal entendida como un catálogo de órdenes aceptadas complacientemente por los músicos de la orquesta y en consecuencia creó un instrumental comunicativo diferenciado. Sus gestos y su mímica fueron siempre expresión, representación enfática de la música, reproducción preparatoria del evento musical. Una cierta vaguedad o indeterminación del movimiento servía para activar la iniciativa de los profesores de la orquesta y de ahí resultaba una imagen sonora bastante distinta de la rigidez cuasi militar de otros maestros, como por ejemplo, Toscanini. Furtwängler gustaba de permanecer en una postura de aspecto un tanto meditabundo, especialmente durante las primeras entradas al inicio de una pieza, mientras que sus brazos estirados palpaban el aire en líneas serpenteantes, desprendiéndose de esta tensión un primer acorde con aquella concisión indirecta que buscaba. Sus tempi se adaptaban perfectamente a las condiciones acústicas de la sala y jamás presentó nunca algo ensayado sin más: Los profesores y los espectadores siempre podían esperar alguna sorpresa. Pero esto no significaba que reinase lo no deliberado, sino una lógica del sentimiento rigurosa en extremo. Pese a esa evidente subjetividad — posicionamiento totalmente contrapuesto a su coetáneo Toscanini — Furtwängler se sintió siempre como servidor de las obras que interpretó, ensalzando una «verdad» siempre renovada.

 Pero en Furtwängler, la pasión e intelecto no formaban una unidad precisamente apacible, sino siempre tensa y amenazada por la ruptura. Y este aspecto también formaba parte de la fascinación en su arte de dirigir una orquesta. En sus relaciones personales, a menudo difíciles y con ciertas actitudes de divo, Furtwängler extendía también su poder de atracción sobre aquellas capas del público que no se dejaban de seducir fácilmente. Era virtuoso y estrella al mismo tiempo, como una encarnación de la antigua y magistral esencia germana. Con su pasión por lo irrepetible, por lo efímero, por la felicidad del instante, Furtwängler destacó como último exponente de un tiempo que ahora comienza a aburrir con la fijación y conservación de las interpretaciones. Nuestro humilde homenaje a este verdadero maestro de la dirección orquestal.