Análisis «El Juicio Final» de Miguel Ángel

Miguel Ángel surge en una época donde se vive una intensa crisis espiritual y una profunda transformación del equilibrio jerárquico de los valores. En su concepción de la práctica artística, Miguel Ángel, a diferencia de los pintores de la Escuela Veneciana, adopta el arte pictórico como un medio que mediante la experimentación de sus propios recursos puede reconvertirse o traducirse a otro sustrato plástico.

Así, Miguel Ángel realizó, practicando con todas las especialidades, muchas de las obras más comprometidas de su tiempo, como el sepulcro de Julio II, las pinturas de la Capilla Sixtina o la remodelación de la plaza del Capitolio Romano.

De esta manera, no podemos entender a Miguel Ángel como la suma de una serie de obras pictóricas, escultóricas o arquitectónicas sin más, sino como una unificadora articulación de un proceso elaborativo.

El Juicio final de Miguel Ángel

  • Fresco
  • 13,70 x 12.20 metros
  • Realizado entre 1537 y 1541
  • Ubicado en la Capilla Sixtina, Palacios Vaticanos

En el concepto creativo de Miguel Ángel existe una clara vinculación con el pensamiento neoplatónico. Para el artista, el material sobre el que se desarrolla la voluntad e idea puede alcanzar una forma u otra correspondiendo con el valor del elemento serial de la obra o de sus figurantes.

Y el gran mérito de Miguel Ángel es que no se limita tan solo a un propósito sino que establece un intento de demostración de todas las posibles opciones y soluciones, y ello no deja de ser una respuesta a la crisis planteada en torno al sistema figurativo clásico y a su constante preocupación teoricista. La famosa terribilitá miguelangelesca no es sino la exaltación del elemento temperamental y físico de la figura y surge como base de la libertad expresiva del artista. Es por ello que Miguel Ángel no asume la proporción como un elemento eterno e inmutable y sus criticadas deformaciones — no ya sólo en el esquema sino también en la aplicación del color — responden al desarrollo de un elemento artístico que surge de una concepción interior y subjetiva del artista.

En 1534, Miguel Ángel abandona definitivamente Florencia y se afinca en Roma, donde al año siguiente es nombrado «Pintor, escultor y arquitecto de los Palacios Vaticanos» por el Papa Pablo III. Es en 1537 cuando se le encarga culminar el trabajo que había realizado años atrás en las bóvedas de la Capilla Sixtina y, para ello, ejecuta en el testero de la misma el tema del Juicio Final.

Parece obvio que el programa diseñado para la Sixtina por Julio II era el de asimilar la cultura pagana con la cristiana (Recordemos los temas elegidos por Rafael para decorar las Estancias) y poner de manifiesto la idea de que no existía contradicción entre ambas. Pero, paradójicamente, este paganismo en relación con la pintura del Juicio Final será durísimamente cuestionado con posterioridad. La composición, grandiosa en sus dimensiones, parece un canto al movimiento y actitudes de las figuras humanas, sumidas en una especie de tumultuoso torbellino en torno a la figura de Cristo, un magistral ejemplo de la referida terribilitá miguelangelesca.

En el Juicio Final la tensión se consigue mediante la propia composición de las figuras, liberadas de cualquier enmarcamiento arquitectónico — a diferencia de lo que ocurre con la bóveda de la misma Capilla Sixtina — y elaborando una recreación rítmica en torno a la atlética figura de Cristo, a semejanza de un sistema cosmogónico. De esta manera, Cristo aparece como centro y orden del universo según un esquema compositivo que Miguel Ángel aplicará también en otras obras de arquitectura, como con la estatua de Marco Aurelio en la remodelación de la Plaza del Capitolio, situada en el centro y desarrollando simbólicamente el concepto de eje nuclear del mundo.

En este fresco, Miguel Ángel dispone la figuración en diversos planos, sin sometimiento a la perspectiva «oficial», y para ello se sirve de módulos decrecientes para los personajes, de arriba a abajo, para alterar el carácter estático de los grupos y exaltar cada actitud de movimiento. No es, como a simple vista pudiera parecer, una mera corrección del efecto de fuga. A todo ello contribuye, además, el agrupamiento de figuras en zonas de comunicación entre sí dentro de un ritmo general que afecta a todo el conjunto.

En cuanto al desarrollo temático, podemos apreciar una visión personalísima de Miguel Ángel en la historia que aquí se representa. Los modelos clásicos dejan de ser un objeto al que imitar para convertirse ahora en el instrumento de comprobación de su propio concepto plástico. Miguel Ángel, como anteriormente decíamos, lleva hasta las últimas consecuencias la integración del paganismo en el tema religioso, desnudando sin rubor todas las figuras del conjunto (Posteriormente, un pintor conocido como «Braghettone« se encargaría de cubrir las pudendas partes mediante la colocación de «paños de pureza», dando paso a uno de los más lamentables y bochornosos episodios de la Historia del Arte). Podemos también apreciar el recuerdo, desde el punto de vista iconográfico, a Dante, autor por quién Miguel Ángel sentía verdadera devoción.

Ello le lleva a adoptar diseños próximos al arte de la Antigüedad Clásica, como es en el caso del Cristo, muy influenciada su pose por las clásicas representaciones de Zeus y Febo.

En cuanto al colorido, que la presumible y a menudo criticada escasa variedad cromática se ve ponderada por un abrumador dominio del dibujo, imprescindible para trabajar el fresco, que dota a las figuras de un sorprendente carácter volumétrico y permite delatar, con la exaltación de los desnudos, el talante escultor del artista. Es preciso entender que, a diferencia de la Escuela Veneciana de pintura (Tiziano) el color es para Miguel Ángel un elemento autónomo que rompe los esquemas de armonía cromática del clasicismo.

La utilización de verdes, rosas, azules y amarillos alteran la función clásica del color y, en relación a ello, la luz sirve para valorar la materialidad escultórica de las figuras, dotando a las mismas de una determinante inestabilidad.

En suma, el Juicio Final de Miguel Ángel es una obra cuya contemplación altera el ánimo de los más descreídos y supone, además, el ideal pictórico del artista florentino, siempre en relación con otros vehículos plásticos de expresión.

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