Según la opinión de muchos clientes, don Luis era el típico pelmazo al que irremediablemente había que soportar por su generosa afición a pagar las rondas propias y, sobre todo, las ajenas. Aunque, en honor a la verdad, a don Luis, un hombre muy entrado ya en años, se le tenía mucha envidia por sus exquisitos ademanes, por su innata elegancia en el vestir, casi siempre con impolutos trajes de tonos claros, y por su inestimable cultura tabernaria, ecléctica sabiduría que le permitía mantener una conversación ya fuera sobre el genio de Mozart o sobre las insuperables verónicas de Paco Camino. No se le conocía familia o allegados, ni mucho menos mujer o compañera sentimental, pero sí su afición desmesurada por los chispazos de un conocido brandy de implicaciones taurinas. Don Luis era un ser solitario que diariamente duplicaba o triplicaba las visitas a todos los bares y tabernas de la calle Alcántara y sus aledaños, sin excepción. Muchos dudaban de su condición sexual aludiendo a la candidez de su expresión cuando, ya bien entrada la tarde, el brandy acumulado en sus entrañas le ayudaba a desatascar los afectos más celosamente protegidos.
Pero la estrella de don Luis comenzó a declinar cuando los síntomas de una misteriosa enfermedad empezaron a mostrarse con toda su crudeza, provocando una serie de alteraciones en la conducta de este buen hombre que resultaban tan patéticas como inverosímiles. Don Luis perdió la conciencia de su más reciente memoria, repitiendo los mismos actos como una noria sin fin. El simple hecho de mantener una conversación con él era una empresa imposible debido a que repetía una y otra vez lo inicialmente expuesto sin la más mínima noción de su disparatada redundancia en todos los gestos y comentarios. En aquellos tiempos nadie había oído hablar del llamado «mal de Alzheimer», por lo que muchas hipótesis fueron expuestas por la clientela para tratar de desentrañar el maleficio que se había adueñado del alma de don Luis. Paco, el taxista, sentenció, basándose en la enciclopedia Aguilar que tenía en casa, que don Luis padecía el síndrome de Korsakoff, pero nadie le prestó mayor atención. Para empeorar todo aún más, esta especie de amnesia instantánea y continuada de don Luis se trasladaba a sus hábitos de barra, provocando que nada más acabar de consumir su chispazo de brandy, acompañado por agua de Seltz, solicitase el que para los camareros suponía el segundo mas para él seguía siendo el primero. De buena fe, muchos dependientes de los bares se las ingeniaban como podían para tratar de convencer a don Luis de sus excesos alcohólicos pero dada la peculiar característica de su enfermedad — y sus arrebatos de mal genio — esta iniciativa no tuvo todo el éxito esperado. Al caer la noche, don Luis caminaba dando tumbos por la calle y gracias a la ayuda de los troncos de las acacias y de algún ángel de la guardia desconocido, podía, más salvo que sano, regresar a duras penas a su domicilio.
Una soleada mañana de mayo, don Luis se presentó en el bar con aspecto desaliñado y sin la americana que conjuntaba su elegante traje. Argüía «un calor horrible, horrible» para justificar su inhabitual estampa. Otro día apareció sin corbata y antes de acabar la semana con una simple camiseta de nylon, al tiempo que, paralelamente, su aseo personal se iba deteriorando de manera vertiginosa. No tardó en prescindir de los zapatos. Y siempre con la misma letanía: –«Es que hace un calor horrible, horrible» –. Fue durante la sobremesa de un sábado cuando la policía no tuvo más remedio que detenerle ante las escandalizadas voces de los vecinos que pudieron observar como don Luis había elegido un traje calcado al que debió llevar Adán en el Edén. Y, de la misma manera que Adán, don Luis no sintió pudor alguno, ya que su mente no discernía entre el bien y el mal. — «Hace un calor horrible, horrible»– Trataba de justificarse, ante la mirada atónita del agente de policía que porfiaba por ocultar la desnudez de las partes más íntimas de don Luis con las esterillas del coche-patrulla. Finalmente, el Alonso Vega fue su penúltimo destino.