brahms 

 En este enlace que os dejo podéis escuchar la magnífica interpretación efectuada por el pianista ruso Sviatoslav Richter del Intermezzo nº1, Op. 119 del genial compositor hamburgués. Dicha grabación se encuentra disponible en el sello discográfico LIVE CLASSICS (Ref 471). Brahms, al filo de los 60 años y con una carrera cumplida como pianista y compositor, mira hacia atrás y hacia sí mismo, volcando sus reflexiones y experiencias en estos monólogos en que se incluye su obra pianística constituida por los Opus 116 a 119. Son obras de breve duración, casi siempre en forma ternaria (A-B-A) y compuestas con una gran economía de medios, lo que manifiesta el predominante carácter de confesión personal expresada pudorosamente y sin alardes exteriores de técnica pianística. Sin embargo, no por ello estas obras son fáciles de interpretar, al contrario, requieren de un dominio total del instrumento, especialmente en el control de la sonoridad, y sobre todo de una muy madura musicalidad. En 1892, cuando fue escrita esta pieza, Clara Schumann —  el gran amor platónico de Brahms — empieza a sufrir un proceso reumático severo del que tiene que ser tratada con opio y con numerosos ingresos en balnearios. Fallecería cuatro años después, dejando tan desconsolado a Brahms que sólo tardaría un año en morir. La impronta de Clara es evidente en esta melancólica y bellísima pieza, un canto nostálgico de alguien que ve como la vida se va extinguiendo y como, además, los recuerdos se van precipitando a la manera de poéticas hojas de otoño que se van desprendiendo de los árboles.

 Mucho se ha escrito acerca del proceso creativo de Brahms pero el mejor testimonio es el que nos brinda su amigo Max Kalbeck, referido a los últimos años de Brahms, los mismos durante los cuales fue escrita esta sensacional pieza, y que transcribo literalmente:–«Nunca olvidaré la ocasión en que tuve el privilegio de escucharle componer sin ser yo visto. Me sorprendió grandemente el apreciar cómo un cierto aspecto demoníaco se mezclaba en su proceso creador. Me había dirigido por la mañana a su casa, situada en la carretera que lleva a Salzburgo, y me encontraba ya en el jardín cuando me di cuenta de que la puerta del salón donde se hallaba Brahms estaba abierta. En ese instante, escuché una música maravillosa que me hizo detenerme en seco. La tomé en principio como una improvisación; pero, tras escuchar las repetidas transformaciones que experimentaban ciertos pasajes, comprendí que Brahms estaba puliendo los detalles de una obra cuyas líneas esenciales ya había trazado. Se sucedieron nuevas variaciones, hasta que finalmente tocó todo el fragmento de un tirón. Pero el solo se transformó de repente en un extraño dúo: Cuanto más se enriquecía la obra, más claramente podía escucharse un singular gruñido, mitad queja, mitad gemido, que en los momentos culminantes se convertía en un auténtico aullido. ¿Habría adoptado Brahms un perro? Me parecía incomprensible que permitiese la presencia de un animal tan ruidoso en su cuarto de trabajo. Tras una media hora, cesaron simultáneamente el sonido del piano y el aullido. Al escuchar el ruido del taburete, entré en la sala, donde no había ningún perro. Brahms, algo embarazado, se secó los ojos con el dorso de la mano, adoptando la actitud de un niño sorprendido en falta: Debía haber sollozado abundantemente porque había lágrimas en su barba y su voz tenía inflexiones de ternura. Por mi parte, fingí que acababa de llegar y que nada había advertido. Inmediatamente, Brahms recuperó su jovialidad, hizo algunas bromas y se sentó de nuevo al piano para interpretar una fuga de Bach.» —