Es posible haya sido desde la adolescencia pero, que yo recuerde, desde siempre he aparentado mayor edad de la que realmente tengo, según los testimonios de familiares y amigos más cercanos. Incluso ha habido gente que en tiempos recientes me ha llegado a pronosticar una edad cercana a los sesenta años, elucubración que en buena medida ha provocado mi disgusto y la rechifla de mi actual pareja, Celia. No obstante, he de reconocer que mi escaso y aceleradamente canoso cabello, unido a una ligera barba en donde la tonalidad blanca comienza a imponerse sobre la oscura, animan en sumo grado a esas precipitadas e insólitas suposiciones referentes a mi hipotética edad. Y a ello también se suma, de manera indefectible, el hecho de que durante los años de mi más preciada juventud no hice nada especialmente adecuado para cuidar mi estado físico, cometiendo todo tipo de excesos gastronómicos, alcohólicos y de tabaco en las innumerables e inenarrables fárragas y juergas en las que me vi envuelto. En definitiva, unos abusos que en determinadas ocasiones trataban de mitigar en vano mis frustraciones tanto anímicas como existenciales. Afortunadamente, nunca traspasé las barreras de lo socialmente permitido y gracias a ello he podido llegar más salvo que sano a una edad en la que, según la concienzuda opinión de sociólogos, antropólogos y algún que otro tertuliano, uno parece encontrarse en su más satisfactorio punto de madurez y orgullo personal. Sea como fuere, aquellos inolvidables y desenfrenados años de juventud trajeron como consecuencia que en la actualidad aparente ser más viejo de lo que realmente soy, aunque espiritualmente siga atesorando la misma inquietud que sirvió de fuerza motriz a esos años en los que era un simple mozalbete con ganas de comerse el mundo de un mordisco. Físicamente hablando, en mí se produjo un hecho altamente — y nunca mejor dicho — llamativo: A poco de cumplir los diez años de existencia, sufrí un estirón tal de estatura que me convertí, con diferencia, en el alumno más alto de mi clase. De esta forma, el preparador físico del colegio me reclutó como pívot de baloncesto en el equipo infantil del centro. Sin embargo, y contra todo pronóstico, ahí que me estanqué en lo relativo a mi talla y nunca volví a crecer más, si acaso un triste puñado de insignificantes centímetros. Consecuentemente, al año siguiente pasé a jugar como escolta en el mencionado equipo para pasar, una temporada después, a ejercer como base. Dada la coyuntura, decidí pasarme al equipo de fútbol y acabé jugando como nervioso y ratonero extremo derecha hasta que el bruto de Justiniano me abrió el tobillo cuando encaraba la portería contraria después de haber sorteado a varios rivales. Me dejó maltrecho para los restos y hube de optar por hacerme entrenador, aunque ningún equipo del colegio solicitó a bien hacerse con mis servicios. Algo muy similar ocurrió con las famosas y nostálgicas fotos de grupo que cada año nos sacaban los curas en el patio, junto a la estatua de la Virgen. Empecé ocupando los peldaños superiores de la escalinata en las mismas para acabar ubicado en primera fila con el paso de los cursos. Aún así, mi fisonomía seguía siendo la de un chico que parecía pertenecer a uno o dos cursos superiores, circunstancia que se acrecentó durante la post adolescencia. Ya el primer día de Universidad, entre clase y clase, un joven se me acercó y me dijo: –«Disculpe, ¿Es usted el profesor de Historia?–  De cualquier modo, no todo era especialmente negativo en dicho aspecto; de esta forma, aprovechaba para filtrarme sin ningún problema en las salas de cine que exhibían películas calificadas para Mayores con reparos o simplemente para Mayores de edad, teniendo en cuenta que dicha mayoría, entonces, estaba localizada en los 23 años y no en los 18 como es actualmente. Así, fui uno de los pocos de mi generación que pudo asistir sin problemas al estreno de Jesus Christ Superstar, una sensacional película basada en la ópera-rock del mismo nombre, insólitamente calificada para Mayores de edad, y que daban en el Cine Palafox. Por cierto, al estreno de esa película se empeñó en asistir también mi padre, por más que intenté disuadirle arguyendo que el contenido de esa película no era precisamente lo que él esperaba encontrar. El pobre no se enteró de nada durante la proyección, sobresaltándose por momentos con los agudos chillidos rockeros del actor protagonista, un tal Ted Neeley, como creo recordar que así se llamaba. (Menos mal que mi progenitor nunca llegó a escuchar otra versión que yo tenía en casa sobre la misma ópera-rock en la que cantaba Ian Gillan, el vocalista de Deep Purple. Ese sí que chillaba y gritaba…). Ya a la salida, y de vuelta a casa, mi padre me confesó: –«Chico… Es que pasaban los carteles esos tan rápidamente que no me daba tiempo a poder leerlos…»–  Siempre me ha dado por pensar que, tal vez, mis continuos fracasos sentimentales entre los 16 y los 20 años se debieron, principalmente, a que yo aparentaba más edad y que, por lo tanto, las chicas me veían como alguien a contra estilo. Aunque, posiblemente esa reflexión no sea más un piadoso intento de justificar mis desdichadas tentativas en ese terreno. Casualmente, casi todas las relaciones que he mantenido con posterioridad se han caracterizado por que mi eventual pareja era unos años mayor que yo — incluso de muchos años, como Isabel la enfermera — aspecto sobre el cual algunos psicólogos afirman que revela un evidente síntoma de carencia afectiva en la infancia. ¡Venga, hombre! ¡Como si a uno no le pudiese gustar porque sí una mujer seis o siete años mayor! ¿Quién durante su juventud no se enamoró de Raquel Welch o de la rubia — recientemente fallecida — de Los Ángeles de Charlie? ¡Que no me vengan con gilipolleces ahora!

 ¿O quién no se ha enamorado alguna vez de su prima mayor o de su primo — dependiendo de sexos y afinidades?  Yo ya había experimentado esta poética ansiedad espiritual de adolescente con mi prima Menchu y con mi prima Pili, ambas también residentes en Madrid, con lo que el regular contacto con ellas favorecía mi ardiente inquietud de mancebo. Y no digamos nada cuando ambas acudían en verano al apartamento de Guadarrama para, entre otras cosas, dorar sus venusinos cuerpos al sol de la serranía madrileña en la piscina comunitaria de la urbanización. Y, en la confianza que otorga la cercanía familiar, sugiriendo mi colaboración: –«Anda, Leiter, por favor, úntame de crema por aquí, que no llego…»– Y venga Leiter a untar cremita por allí y por allá… Y con los íntimos deseos de untarla aún más allá… En fin, cosas de críos, claro está. A Menchu hace ya muchos años que no la veo, aunque supongo que estará tan guapa y simpática como siempre. Sin embargo, hace como cosa de cinco años, coincidí casualmente con mi prima Pili en la sala de esperas de un hospital luego de no haber tenido contacto con ella durante casi dos décadas. Me presentó a su veinteañera y guapa hija, a quien yo sólo había conocido siendo un bebé. Aún así, aquella fría sala de enfermos y achacosos pareció resucitar por momentos ante el derroche de belleza que Pili todavía exhibía sin complejos. Mi prima me dio una tarjeta de visita: –«Primo Leiter, llámame algún día de estos y quedamos para comer. Hace mucho que no sabemos nada el uno del otro y, la verdad, éramos como hermanos en la infancia»– Guardé la tarjeta al tiempo que respondía de manera confidencial, evitando que su hija se enterase del contenido de nuestra conversación: –«Me da corte llamarte, Pili; sabes de sobra que de niño y luego no tan de niño bebía los vientos por ti. Y, viéndote ahora… No tardaría mucho en solicitarte proposiciones más que deshonestas, je, je…»– Mi prima, sonriendo, me contestó: –«¡Vaya, vaya! Así que mi primo Leiter sigue tan salido como de pequeñito… De todas maneras, me complace saber que sigues conservando un gusto exquisito en lo relativo a las mujeres»–  Pese a la insistencia de mi «modesta» prima Pili, nunca he marcado el número del teléfono móvil de su tarjeta. Tal vez algún día, acompañado de mi pareja Celia, claro. Pero como no hay dos sin tres, algo extraño debió ocurrirme durante un viaje relámpago que efectué con mi familia a Asturias y cuyo motivo no era sino la boda de una de las primas que por allí tenía. Mi madre se sorprendió de que me negase volver con la familia a Madrid tras la boda y mucho más por la poca credibilidad de mi argumentario: Que si quería pasar una temporada en el campo, que si esos aires me iban a sentar divinamente, que si una extraña alergia nasal que padecía desde pequeño habría allí de curarse del todo, etc. Lo cierto fue que tras la boda, la casamentera y su flamante marido partieron de viaje de novios a Canarias y ello significaba que mi otra prima, Balbi, también unos años mayor que yo, se quedaba tristemente sola con mis tíos. A Balbi la había conocido siendo niño años atrás; sin embargo, la dulzura de su voz, con ese irresistible encanto melódico propio de la jerga asturiana, provocó que me quedase prendado de ella. Yo acababa de cumplir 18 años y mi única novia hasta entonces, una tal Elena, había decidido dejarme justo el día de mi aniversario (¡Bonito regalo de cumpleaños!). En poco tiempo, Balbi y yo nos hicimos más amigos que primos, contándonos multitud de confidencias de todo tipo. En aquel idílico y rural entorno, comprobé como las relaciones humanas eran mucho más complicadas y difíciles que una gran urbe como Madrid. De esta manera, mi prima Balbi tenía lo que allí llamaban un «novio formal», un chico que vivía en Cangas del Narcea y que trabajaba en la mina. Todos los domingos, a eso de las seis de la tarde, Emilio se acercaba con su coche hasta la aldea donde residía mi prima, distante unos 15 kilómetros, para partir con ella nuevamente a Cangas y pasar juntos el resto de la jornada. Alrededor de la medianoche, Emilio regresaba de nuevo a aquella remota aldea para dejar allí a Balbi y volvía a continuación a Cangas. En aquellos tiempos, en donde por no haber no existía ni línea telefónica en la aldea, mi prima me comentaba con cierto grado de resignación como en algunas ocasiones, cuando alguno de los dos se encontraba indispuesto, no había forma previa de comunicarlo. De esta manera, Emilio se presentaba con el coche a la hora convenida y descubría que Balbi estaba en la cama con fiebre, con lo que no le quedaba otro remedio que largarse de allí descompuesto y sin novia. Peor era cuando Balbi subía hasta la carretera y, luego de esperar pacientemente una o dos horas, caía en la cuenta de que Emilio no había podido acudir. ¡Toda la sobremesa arreglándose y poniéndose guapa para nada! Balbi me comentaba, con cierta ironía, que esos accidentales casos en los que la convenida cita no se llevaba a cabo solían misteriosamente coincidir cuando ambos habían discutido por cualquier nimiedad en la cita precedente. Mi prima me confesaba que, cuando esta situación ocurría, pasaba una semana muy angustiada y con la incertidumbre anímica añadida de no poder ni siquiera hablar por teléfono para tratar de aclarar cualquier tonto malentendido. Aunque, en alguna ocasión, ella también se hizo la «acatarrada»… Un sábado, en la sobremesa posterior a la comida, Balbi me sorprendió con su comentario: –«Leiter, el pasado domingo le comenté a Emilio que estabas aquí y que me daba pena dejarte solo… Mañana te vienes con nosotros. ¡No, no, de veras que no molestas para nada! Además, Emilio ha dicho que quiere presentarte a una amiga suya… Ya hemos quedado con ella. Es una chica un poco mayor que yo pero, como tú aparentas más edad, no debe haber problemas. Se llama Marian y es muy guapa, de veras. Además, me da que os vais a llevar muy bien los dos… A la pobre la dejó el novio hace unos meses y se encuentra muy desanimada, sin ganas de nada. Es muy sentimental y sensible, como tú… Por eso creo que vais a congeniar estupendamente. ¿Quién sabe, Leiter? Igual te quedas a vivir aquí, en Asturias…»–  Llegado el domingo, a eso de las siete de la tarde, estábamos los tres en Cangas del Narcea. Mi prima y Emilio dijeron de irse al cine — cosa que en absoluto me creí — luego de presentarme a Marian y quedarnos a solas los dos en una heladería. Acordamos vernos de nuevo a las once de la noche para picar algo todos juntos y regresar de nuevo a la aldea. Efectivamente, Marian era una chica guapísima y de gran calado intelectual pero, por desgracia, no se estableció química alguna entre nosotros. Aquel encuentro pareció del todo forzado y adolecía de un formalismo que bloqueaba cualquier espontánea e improvisada naturalidad. Además, decidí no mentir a Marian y, en el transcurso de la velada, le confesé mi verdadera edad, circunstancia que pareció decepcionarla un poco hasta el punto de que nuestros diálogos decayeron hasta lo insustancial y meramente anecdótico. Ambos mirábamos de reojo nuestros respectivos relojes deseando que Balbi y Emilio aparecieran de una vez por allí para poner punto final a aquella pantonima. Además, a mí quien realmente me gustaba era mi prima… Ya de vuelta, en el interior del vehículo, mi prima no dejó de recriminarme delante de su novio: –«¿Para qué tuviste que confesarle tu edad, tonto? Eso, más adelante, cuando ya os hubierais conocido en profundidad…»–

 Durante toda la semana siguiente mi prima no paró de interrogarme acerca de los contenidos de mi conversación con Marian y sobre mi verdadera opinión sobre aquella mujer. Balbi pareció extrañarse mucho de que ambos no hubiésemos logrado sintonizar tal y como ella había intuido. Quizás en aquellas circunstancias, una simple cita entre dos personas significaba el comienzo de una relación más íntima dadas las peculiaridades geográficas de la zona, con minúsculas y dispersas aldeas carentes de cualquier servicio de comunicación. Por el contrario, yo no pregunté nada a mi prima acerca de la película que habían visto en el cine… Con todo, y teniendo en cuenta el sonado fracaso de la sentimental iniciativa organizada por mi prima Balbi, decidí no acompañar a ella y a su novio el siguiente domingo; sin embargo, Balbi no admitió tal posibilidad: –«No, Leiter, tienes que venir… Es San Roque, la fiesta de Tineo, y vamos a ir hasta allí para ver los fuegos artificiales por la noche. De ninguna manera te lo puedes perder. Además, a Emilio le has caído muy bien»– No hubo manera de contravenir esa imperativa orden y el domingo me vi de nuevo sentado en el asiento trasero del Renault de Emilio. Durante el camino a Cangas, Balbi me fue explicando los pormenores de la jornada que íbamos a disfrutar: –«Leiter, lo único que me preocupa es que te vas a tener que quedar solo un par de horas en Cangas, lo que dura la película que Emilio y yo vamos a ir a ver en el cine… Aunque, si quieres, pasamos por casa de Marian y…»–  Negué tal proposición con la cabeza: –«No, no os preocupéis; me daré mientras un paseo por el pueblo. La vedad es que no conozco apenas nada de Cangas»–  Así, mientras que mi prima y su novio se fueron a gozar de la película, yo fui dando un garbeo por el pueblo tranquilamente y sin aburrirme en absoluto. A eso de los tres cuartos de hora, pasé frente a lo que parecía un moderno pub, un local con vivos y brillantes colores en la fachada. No me lo pensé y entré dispuesto a tomarme una refrescante cerveza y contemplar el ambiente. Nada más introducirme en el local, observé una tenue iluminación a base de psicodélicas bombillas giratorias. Apenas había dos chicas en el local, aparte de la camarera, quien me miró con cierta cara de extrañeza al escuchar el objeto de mi petición: –¿Un botellín de cerveza? Bueno, como usted quiera…»– Ese «usted» significaba que, como en tantas y tantas ocasiones, la chica me había tomado por alguien más mayor de lo que realmente era.  –«No me suena de nada su cara y su acento tampoco es asturiano… ¿De paso por Cangas?»– Me preguntó la camarera al servir mi cerveza al tiempo que otra chica, muy ligera de ropa, se me acercaba.  –«Sí… Bueno, soy de Madrid. He venido a pasar unos días…» — Contesté con evidente nerviosismo al verme rodeado de dos mujeres.  –«¿Me invitas a una copa, guapo?» — Me preguntó de sopetón la chica que se había acercado.  –«Esto… ¡Claro, claro! ¿Cómo no?» — contesté al tiempo que pensaba: –«¡Joder, cómo se liga en este sitio! ¡Aquí van ellas a por ti!»–  La chica me pidió que nos sentáramos junto a una mesa. Me puse a temblar cuando ésta empezó a acariciar mi mano y mi cara de una manera más que sugestiva.  –«Así que estás casado, eh, je, je… Lo digo por la alianza que llevas…»– Dijo al tiempo que sus dedos jugaban a extraerme la referida alianza. –«No, no es eso. Esa alianza la llevo por otro motivo. Estudio piano y…»–  La chica rodeó mi cuello con su brazo: –«Mmmm, el piano, ¡Qué bonito! ¿Te gustaría tocarme el piano?»– Impresionado ante esa demostración de afecto, traté de encauzar la situación: –«Oye, no sé… ¿Qué tal si vamos a dar un paseo por ahí?»–  La mujer me miró del todo sorprendida.  –«¿Un paseo? ¿Ya, tan pronto? Anda, invítame a otra copa, cariño…»–  En ese momento, me levanté y me dirigí hacia la barra en busca de dos nuevas consumiciones. A la hora de abonar la cuenta se me quedó la cara helada y comprendí todo: –«¿Dos mil pesetas? ¿Por cuatro cervezas?»–  La camarera me miró impávida: –«Precio único, amigo. Son 500 pesetas por consumición… ¿Más barato que en Madrid, verdad?»–  Afortunadamente llevaba conmigo esa cantidad justa de dinero, ni un céntimo más. Yo, que a escasos metros del bar de mi padre en Madrid conocía la existencia de un famoso lugar de alterne al que tenía estrictamente prohibido el acceso, había ido a parar de la forma más tonta e ingenua del mundo a uno de ellos en Asturias. Y eso que a los de Madrid nos tildan de «chulos» y «listillos»… Me despedí como pude y completamente ruborizado de aquella chica tan «cariñosa».  –«Antes de regresar a Madrid ven de nuevo a verme, mi amor…»–  Al salir de aquel tugurio, se confirmaron todas mis sospechas al leer el exótico nombre del local en la fachada, de claras connotaciones playeras.

 Todavía recuerdo la cara de Emilio al comentarle, de manera confidencial, lo que me había acontecido en aquel antro: –«¿Pero cómo se te ocurrió pasear por la zona del Reguerón? Sí eso está todo lleno de… ¡Jo, cómo se entere Balbi! Además, como aparentas más edad, las tías se creyeron que eras un ejecutivo o algo similar… Perdona que te lo diga, Leiter, ¿Pero no te parece algo impropio vestir de chaqueta y corbata? ¡Hombre, eso lo hacía mi padre los domingos cuando era joven! Pero ya no se estila… Somos de pueblo pero no tan paletos, hombre…»– Completamente abochornado, con el resplandor de los fuegos artificiales, observé a Marian junto a un puesto de bebida y bocadillos. Finalmente, había acudido también a Tineo con otros amigos.  –«Esto, Emilio… ¿Podrías prestarme 500 pesetas hasta el domingo? Las cabronas esas me desplumaron…» — Emilio, casi al oído y desternillándose de risa, me contestó: –«Claro, no te preocupes. Espera, sígueme con disimulo para que no sospeche nada Balbi… Toma… ¿Te hace falta algo más? En serio… ¿Cómo dices? ¿Qué te cobraron 500 pesetas por botellín? ¡Qué ladronas! ¡Si allí nunca cobran más de 300 pesetas por consumición…!»