Nadie sabía con certeza los años que llevaba doña Lola al frente de la portería en el edificio que albergaba tanto el bar de mi padre como la vivienda familiar. Con su moño de taurinas reminiscencias, su considerablemente atacado trasero y su lengua, en ocasiones, incontroladamente perspicaz, doña Lola no sólo se había ganado el respeto del vecindario merced a sus galones de veteranía sino, también, el temor de algún que otro huésped solitario y malhumorado, a quién doña Lola siempre aludía con manidos ripios de connotaciones encubiertamente sexuales en un mundo tan prosaico como el de aquellos días. Y es que doña Lola solía sacarle punta a numerosas situaciones cotidianas empleando un lenguaje repleto de pícaras y picantes alusiones procedentes de la jerga arrabalera murciana, su tierra de procedencia. Algunos vecinos se escandalizaban de aquellos excesos que consideraban intolerables, pero otros, como mi madre, con quién entabló una íntima y duradera amistad, gozaban con la arrebatadora verborrea de doña Lola, festejando con cómplices carcajadas los dobles significados que, con maestría, sabía componer en las secuencias dialécticas. Así ocurrió con aquellas dos realquiladas vecinas norteamericanas del tercero izquierda, con escasos conocimientos de la lengua cervantina, a las que doña Lola se dirigía en un artificioso lenguaje subrayado por segundas frases en un tono más bajo, de fuerte contenido festivalero. Pero lo malo aconteció cuando un imponente hombre de color, procedente de la base de Torrejón, se instaló a vivir con sus dos compatriotas. A doña Lola le entró por el ojo izquierdo y, pese a las muestras de cortesía y amabilidad que otorgaba aquel gigante negro, con su luminosa y contrastante sonrisa, doña Lola le acabó apodando como el «zanguango». Una noche, los hechos se precipitaron. Las dos mujeres norteamericanas subieron, llorando y presas del miedo, a solicitar la ayuda de doña Lola.  — «¡Ay, lady Lola! ¡La cuca, la cuca! Nosotras mucho miedo» — A lo que doña Lola les contestó: — «¿Qué pijo es eso de la cuca?» —. — «Oh, nosotras no poder entrar en piso. ¡La cuca, la cuca! Mucho miedo» –. Así que doña Lola y algún que otro vecino alarmado por el tremendo alboroto de las americanas bajaron al piso en cuestión. Todo el problema se resumía en que se había colado una pequeña cucaracha en el salón del piso de las norteamericanas, provocando un atávico temor en las mismas. Doña Lola, enfadada por las injustificables quejas y lamentos de las extranjeras, sentenció para regocijo de todos los allí presentes. — «Ay, la cuca, la cuca… Vaya, que se asustan ustedes del bichico ese y no les da miedo la cuca del negro… ¡Mira tú si el pijo, ahora!» –. La más mayor de las norteamericanas preguntaba con cierta expresión de duda:  –«Mi no entender qué dice lady Lola…» —

 De todas maneras, doña Lola era admirada por los vecinos en atención a sus excepcionales dotes para la limpieza y la cocina. Según decían, conservaba las instalaciones del edificio como los chorros del oro y además, contentaba a los vecinos más díscolos regalándoles de vez en cuando algún guiso «una ollica con pelotas de pavo» que hacía las delicias de los afortunados, aunque también añadiera entre dientes y con segundas: — «Se va usted a poner loco perdío de tantas peloticas» –. También ocurría lo mismo con las salutaciones. Doña Lola siempre saludaba a sus vecinos con un «Vaya usted con Dios» que bien pudiera tener doble significación y, mucho más, en boca de doña Lola. Pero esta mujer también tenía manos de santa. Que me lo digan a mí, que sobrevivo gracias a ella. Resulta que, engañado, me llevaron a un cirujano para que me extirpase las amígdalas con tan sólo cuatro años de edad. Aparte del doloroso y mal momento que pasé en semejante trance, algo no fue bien ya que a los pocos días mi estado, postergado en la cama del domicilio familiar, era más bien preocupante. Los médicos no acertaban a dar con el origen de mis males y la situación se agravó por completo. A medianoche, con los ojos en blanco, pocos mantenían las esperanzas de una recuperación, llamando hasta a un cura para que trajera consigo los Santos Óleos. En estas, llegó doña Lola y ordenó que dispusieran una jofaina con aceite. Acto seguido empezó a frotar mi barriguilla con el líquido oleaginoso y… Mi vomitona de sangre coagulada manchó hasta al cura. Al día siguiente yo estaba como nuevo y mi madre vistió de hábito durante tres meses, a consecuencia de sus místicas promesas. Doña Lola decía que siempre, en casos similares, invocaba a la sin par Virgen de las Maravillas de su murciano pueblo.

 Recuerdo aquellas tertulias que se organizaban en torno a doña Lola durante los meses veraniegos, en plena calle junto al portal, agrupando una serie de plegables sillas playeras al modo tradicional levantino. Allí se reunían las mujeres de otros porteros y algún eventual invitado, como Paco, el taxista, y el jolgorio y la algarabía no tardaban en aparecer cuando doña Lola retaba a los tertulianos con pícaros acertijos de difícil resolución. Recuerdo algunos: «Métela zumbeando y sácala goteando» ó «Largo, largo como un alpargate y tiene pelos hasta en el ciquitraque»  ó bien aquella coplilla «Doña Juana está en su cama, más fresca que una lechuga, esperando a que la metan, tres palmos de carne cruda». Evidentemente, sólo las mentes calenturientas podrían sospechar de unas más que dudosas respuestas, ya que todo el mundo sabe que doña Lola se refería a un catavinos, un cepillo y una masa para hacer pan, respectivamente. Llegó la hora de la jubilación y casi todos los vecinos propusieron dar una fiesta-homenaje, pero un par de amargados se negaron y doña Lola recogió los trastos, entre ellos, a su marido, y se largó entre llantos de melancólica nostalgia a un piso que «pesetica a pesetica» había conseguido comprar en el barrio de Delicias. Os voy a contar un secreto: Todas las navidades, la víspera de nochebuena, voy a ver a una ya muy anciana doña Lola. Aún tiene buena mano para la cocina y me deleita con esas inimitables «peloticas de pavo». En la sobremesa, cuando su marido se encuentra dormitando la siesta en la mecedora, se me acerca y me susurra al oído:  — «Mira tú el tontoelpijo este… Se le cae la baba cuando ve a las azafaras del Un, Dos Tres por la televisión. Me mira y sonríe con la boca abierta… ¡Ya ves tú, hijo!  Si ya sólo le cuelga el taponcico de una botella…» —