Te acuerdas de mi bondad,
no así de mis incisivos anhelos;
respiro con agrado tu espontánea atmósfera,
aire que determina la vetusta estirpe de tu encanto
y que discurre entre el orgullo y la humildad,
entre la paz y el pecaminoso arrebato.
Nos gusta la intimidad de velados interiores
cuando decidimos animar las carencias del amor.
Descubro equilibrio inmaculado en mis deseos,
inagotable fuente de aventuras placenteras,
la pureza de un realismo natural
o de una preciosa estampa que no he de idealizar.
Me intentas rejuvenecer cargando de años tus escusas
mientras nos amamos en un lecho de blancas reminiscencias.
Te divierte el vaivén de mi pasión incontrolada
y bromeas al relato de mis sortilegios;
ignoras el axioma de mis desvelos
con risueña burla al paso de mis trayectos;
sonríes con ingenua inseguridad
cuando imito la vorágine sobre tus dones.
Mas, cuando el letargo se confunde con el oprobio
despiertas angustiada entre lamentos
que ligan tu destino con trazos de superchería.
Y observas que me oculto entre infinidad
de siluetas enmascaradas,
de murmullos transportados por la brisa;
por fin comprendes la suntuosidad de los complejos axiomas
que definen tu tesoro más oculto.
Tu mirada se va elevando hacia los confines del cielo
mientras maquillas tu rostro con trascendente expresión;
escuchas, a lo lejos, la sagrada letanía del placer.