Siluetas enmascaradas XII

En la intimidad de habitaciones negociadas
escondes tu belleza
bajo un manto crepuscular de sedas nobles,
bajo el ébano de unos cabellos frondosos
que enmarcan tu infinita sonrisa.

Como una rutina desprovista de inconvenientes prólogos
me abrazo en el éxtasis de tu perfil
tratando de asimilar el fuego de tus labios.

Te consideras feliz
por compartir los deseos convergentes,
por saborear tu propio fruto en la menudez de mi compañía,
por descubrir que el amor no se viste de colores.

Meditas sobre tus tiempos pasados,
cuando el frenesí de tus propósitos
se ahogaba en la inmensidad del océano.
Nadie te consolaba en tu regazo de primavera,
si en la soledad de una tarde pintada en gris
soñabas con bocetos de seres mitológicos;
cuando en el tránsito de tus pisadas incoherentes
te rebelabas contra el germen de la hipocresía.

Ahora, me abrazo entre vuelos a tu espalda
y acaricio los senderos esmaltados en fresa y nácar.

Percibes, entre vaivenes de ensoñación,
la estela que abre la puerta de tus misterios,
centellas de pasión al son de un inquieto y nervioso reloj.

Nunca hubieras imaginado semejante sermón
para tus suplicantes letanías;
una flor con amistosos pétalos
que te embrujaba en el hechizo de la elegida estirpe…
Ya no derramas tus cabellos sobre ojos cristalinos.
Ya sólo enciendes tu sonrisa, ¡Infinita!
Una sonrisa en donde brilla tu feliz espíritu.

Y ahora bebemos del mismo cáliz peregrino
con la delicada suavidad
que sólo los instintos permiten.